En España nos falta memoria, y en los últimos años, además, el deslumbramiento ante la novedad, la juventud y los nuevas caras en la política, han acentuado la desmemoria. Ese proceso y la necesidad de renovación en unos partidos quemados por la crisis y por el cuestionamiento del bipartidismo han llevado a ocultar, negar o relegar a sus grandes valores ya retirados. En algunos casos, son ellos mismos quienes se reivindican, como ha pasado con Aznar. Cuando eso sucede, no siempre logran su objetivo, esto es, ser reconocidos por su sabiduría acumulada. Como con la última intervención de Aznar, puede suceder lo contrario. Salvo algunos sectores ya devotos, buena parte del Partido Popular renegó de él en público o en privado. Otro ejemplo es el de Felipe González. Aunque protagonista por sí mismo en ocasiones, muchas veces no lo es por iniciativa propia.
En ambos casos, sus formaciones políticas desperdician un potencial que bien podrían utilizar para formar a los suyos o para enriquecer el debate interno. Posiblemente en ello influya el esfuerzo de los partidos por evitar ese debate.
En América Latina, sin embargo, aún se mantiene cierta deferencia hacia los antiguos presidentes, salvo los manchados por corruptelas, narcotráfico o vinculación con el crimen organizado. En ese caso hay figuras reconocidas como Sanguinetti, expresidente de Uruguay, que ayer recibió reconocimiento en Alicante, no en vano le acompañaban otros mandatarios, como el propio González.
En su discurso, apuntó algunas claves que bien podrían ser motivo de reflexión para la democracia española que se enfrenta a algo más que la gresca diaria sobre Montoro, los bailes de Iceta o Soraya y la inacción de Rajoy. Hay un problema de fondo que no es exclusivo de España pero aquí se vive con claridad.
Me refiero al problema de la coexistencia de mayorías y minorías. Nos hemos acostumbrado a que la mayoría decida y, sin duda, ése es el fundamento de la democracia. Pero la capacidad que otorgan las urnas no es absoluta. Los votos no conceden el poder absoluto. Es necesario que, aunque la mayoría tenga la máxima autoridad para decidir, no descuide a las minorías, de lo contrario habría grupos sociales que, incapaces de conseguir apoyo entre los partidos políticos, siempre se vieran relegados. Si se trata de una postura política extrema nos parecerá incluso beneficioso para la sociedad, pero si es un grupo étnico, cultural, religioso o de afectados por un problema de bajo impacto, la cosa cambia. Por ejemplo, si los desahuciados no hubieran tenido grupos que hubieran acogido la necesidad de revisar su realidad, hubieran vivido especialmente olvidados. Es una reflexión que va más allá de Cataluña aunque ayer algunos enseguida vieran la vinculación. La hay pero es algo más profundo. Es un problema de fondo en el funcionamiento del sistema.