Las acampadas de protesta son como el cobrador del frac: se ponen en la puerta del implicado para avergonzarlo delante de sus vecinos. Es un modo de presión que aprovecha el sentido del ridículo para conseguir sus objetivos.

El problema es que su eficacia es directamente proporcional al complejo de superioridad y a las tragaderas del interesado. Si le da igual que todos a su alrededor le vean como un moroso, el tipo de negro no tiene nada que hacer.

De hecho es una duda que me asalta: con la crisis ¿ha aumentado o ha disminuido ese tipo de servicios? Lo digo porque, dada la situación en la que todos estamos, esto es, en el abismo o al borde de él, deber una letra al banco o una factura al proveedor no parece que sea algo extraordinario ni vergonzante. Así, se me antoja irrelevante la presencia de un tipo vestido de frac o de pantera rosa en la puerta de casa.

Todo esto lo digo por el uso de esa técnica para reclamar a los dirigentes políticos una decisión o una declaración solemne. Le pasó a Camps durante unos días con la plataforma contraria al ATC en Zarra y le ha pasado también a Alarte con un grupo de saharauis que reclama firmeza del gobierno central y manifiestos del PSOE local.

Con su presencia a las puertas de una administración, del palacio de gobierno o de la sede de un partido, se busca el recuerdo permanente de una deuda pendiente. Sea con los ciudadanos en general por el incumplimiento de una promesa o de un grupo particular por la inacción ante hechos que requieren una postura.

La técnica también la han empleado particulares para resolver su caso como hemos visto con la familia de Antonio Meño, en coma irreversible desde hace 20 años.

Ahora bien, cuando se trata de políticos se corre el riesgo de que traguen carros y carretas o, lo que es peor, de que hagan lo imposible para que las cámaras no estén allí y lo olviden todo inmediatamente después.