El arte del simulacro no es fácil. No me refiero al disimulo fino y elegante capaz de hacer pasar por cierto aquello que no lo es en la vida cotidiana sino a la costumbre de representar para poner a prueba equipos, personas o procesos determinados.
El simulacro es frecuente entre organizaciones de seguridad, sanitarias o de atención en caso de emergencia. Con la recreación de una situación potencial que puede exigir lo mejor de ellos se consigue medir su preparación para afrontarla y poner a prueba sus protocolos de actuación.
Los mismos edificios suelen albergar esas pruebas de simulación para que sus usuarios se acostumbren a conocer qué hacer y cómo actuar ante una emergencia.
Sin embargo, reconozco que cada vez que me cuentan un simulacro me pregunto por qué lo hacen. Entiendo que se analice si la Cruz Roja actúa rápidamente en caso de peligro o si Salvamento Marítimo tiene medios para cubrir un percance en el mar. De lo contrario, solo el verdadero desastre serviría para revisar los medios usados en su resolución. Y ahí no hay margen de error.
Ahora bien, mi molestia no viene por el simulacro en sí sino por el empeño en mostrarlo al mundo entero. Y, además, hacerlo como si fuera verdad. Quien viva con un anciano, sabrá lo mucho que debe tranquilizarle cada vez que la televisión enseña un simulacro de catástrofe. Hay que rebajar su alerta ante lo que le parece un verdadero horror en un aeropuerto, una carretera o una playa. No ganan para sustos los mayores con esas noticias que, además, juegan a mezclar realidad y ficción.
Como digo, entiendo que es necesario pero ¿también lo es la cámara? La duda me asaltó de nuevo al ver ayer a los pacientes ficticios en La Nueva Fe, que suena a secta mesiánica, por cierto. Ellos iban encantados al médico pero la propaganda oficial mostraba un megahospital de los Polly Pocket, de tan bonito, grande y necesitado de instrucciones imposibles.