Montilla, Puigcercós, Benach… tras el desastre electoral han ido cayendo algunos de los nombres que han gobernado Cataluña en los últimos años. Renuncias al escaño, al liderazgo, a la repetición en el puesto, todas ellas justificadas en la voluntad de los ciudadanos expresada en las urnas.
Entiendo ese sometimiento a la soberanía nacional pero me pregunto cómo casan, entonces, los dos roles que representa un líder al encabezar una candidatura electoral. El cabeza de lista es, por un lado, alguien que tiene el apoyo de su partido, que lo representa y lo lidera pues, de ser elegido, será él quien lleve su voz al parlamento, ayuntamiento o Cortes generales. Sin embargo, por otro lado, se busca que sea alguien capaz de tener el respaldo popular, es decir, suficiente tirón electoral como para triunfar en las urnas.
En definitiva, aúna responsabilidad interna y externa pues representa al partido ante los ciudadanos y debe buscar el voto de éstos.
Esa dualidad es la que se planteó con las primarias madrileñas en las que Tomás Gómez era el elegido por las bases y Trinidad Jiménez la que tenía mejor cartel para ser votada por los ciudadanos.
Aplicado esto al contexto catalán es inevitable hacerse la pregunta: si fueron elegidos por su partido, ¿por qué renunciar al escaño al ser rechazados por los votantes? Hacerlo, desde ese punto de vista, supone aceptar que quien se equivocó no fue el personaje en cuestión sino el partido y quien tiene un problema es ese grupo político y no tanto su cartel electoral.
El partido, con su mala elección, demuestra desconocer los intereses ciudadanos. Es la formación política la que debe hacer una autoevaluación y revisar si conoce o no las necesidades de aquellos a quienes cree servir.
De ese modo, no deberían ser los líderes quienes pagaran las consecuencias de una debacle electoral pues su sustitución no asegura un mejor rendimiento electoral.