Si hay en nuestro país un eterno retorno éste es el de las zanjas urbanas: cerrar para volver a abrir.
No hay más que preguntar a cualquier comerciante que haya tenido unas obras en las aceras de su negocio. Abren la zanja, trabajan en ella instalando luz, gas, alcantarillado o el mundo subterráneo de los Fraguel, la cuestión es que después de semanas, cuando no meses, llega un día en que la cierran. Pero eso no significa que esté terminado. Ya sé que lo parece pero es un efecto óptico. En realidad la zanja está llamando, con voces de sirena: ábreme sésamo.
Y, en efecto, al cabo de unos días, con las aceras recién puestas y la masilla aún secándose, llega una taladradora gigante y abre la herida todavía tierna. Nadie se lo explica pero siempre ocurre.
Por eso yo pensé, después de asistir a ese curioso fenómeno de reproducción cíclica del karma municipal en Russafa, que no iba a pasar lo mismo con Valenbisi. Y si. Con Valenbisi, sí. Y no es un eslogan. Es la enésima repetición de algo inevitable: la imprevisión.
Ésta afecta ahora a algunos pilones que han puesto para las bicis de alquiler pues, en la Estación del Norte o en Almirante Cadarso-Conde Altea, ocupan el lugar en el que se instala la Falla o están demasiado próximos.
Reconozco que el frío empequeñece mis neuronas más de lo habitual pero me pregunto cómo es posible que una ciudad como Valencia no prevea las Fallas en cualquier decisión que tome respecto a la vida en sus calles y replazas. No digo que gire en torno a ellas pero no puede gestionarse bien esta ciudad sin contar con su realidad fallera, siquiera sea durante 20 días de marzo.
No puedo creer que no se haya previsto la coexistencia de las bicis, tan necesarias en unos días terribles para el tráfico rodado, y los monumentos falleros. Cosa distinta es el riesgo de vandalismo que requeriría patrulleros como los que han puesto en el entorno de la nueva Fe.