¿Y si dentro de un año, o diez, otro Wikileaks nos demostrara que lo dicho por él es falso? Ya sé que suena como el juego de las muñecas rusas en las que cada una contiene otra menor, pero podría ocurrir. Si aquello que parecía cierto ha quedado refutado, ¿quién nos asegura que lo dicho por el denunciante no es falso también?
La única certeza que tenemos, la mejor garantía de veracidad de las revelaciones de la plataforma creada por Julian Assange, es la reacción de los interesados. Tanta alarma, tanta crítica y tanta preocupación solo generan la sospecha de que, en efecto, todo es verdad.
Sin embargo, aún siendo cierto, caben la duda y el recelo de pensar que también Wikileaks puede estar ocultando información. Una información que tal vez conozcamos dentro de diez años y así ad infinitum.
Desde que surgiera el escándalo del ‘Cablegate’, no hemos dejado de escuchar referencias a la mentira en la política internacional, en cambio, ha habido muy poca autocrítica por parte de los que tenían por función desvelar las claves de la vida política. Me refiero a los medios de comunicación.
Wikileaks es el fracaso de la prensa. Por mucho que hayan sido unos pocos periódicos los elegidos para contar su contenido e incluso por mucho que este bombazo les haya dado a ganar un beneficio que no esperaban y que ha supuesto un balón de oxígeno en una prensa que boquea como los peces fuera del agua, la filtración les ha dejado en evidencia.
Los ciudadanos no hemos conocido esa información gracias a la investigación periodística sino al chivatazo de quien tenía un compromiso de confidencialidad que ha vulnerado. No es para estar satisfechos.
Es cierto que la imagen de la diplomacia internacional que da Wikileaks muestra cómo la cara externa de la vida pública es una ficción pero también que la prensa se pliega a menudo si no a sus consignas, sí a los obstáculos para impedirles conocer la verdad.