Llego a casa a mediodía y mientras escucho la radio, intento aparcar el coche en el garaje. Digo intento porque tener enfrente de casa un instituto hace que el garaje se llene de chavales a la hora de comer. Afortunadamente no coinciden con los niños de la guardería de al lado a quienes, estoy segura, marearía mucho más que a mí el humo de los porros que se están fumando.
Es una escena recurrente en la que debo esperar a que levanten sus posaderas del suelo para no atropellarles. Lo hacen sin prisa y sin ganas aunque el lugar escogido para dejarse caer sea el mismo que, en las noches del fin de semana, eligen sus hermanos mayores para hacer aguas menores. Todo un asco, en general.
La cuestión es que mientras asisto a una descorazonadora escena de ni-nis que llenarían por sí mismos horas enteras de televisión basura, escucho en las noticias la necesidad de alargar la edad de jubilación hasta los 67.
Entonces bajo la ventanilla para meter la llave en la cerradura y mientras mi coche se llena de ‘Eau de María’ pienso en que mi vida laboral se alargará más allá de lo humanamente razonable para pagar el desempleo de esos vagos.
Lo siento. Soy políticamente incorrecta y debería decir que esas criaturitas son así porque el mundo no les da esperanzas, pero no. Son unos vagos. Están ahí fumando porros en lugar de estar en clase labrándose un porvenir porque es más cómodo, más guay, más divertido y menos sacrificado.
No diré que me entran ganas de hacer lo que el loco de Taiwan hizo ayer en una escuela atropellando todo lo que tenía delante pero ganas de trabajar para pagarles un paro al que están abocados dada su falta de preparación no tengo ni media.
Si por mí fuera eliminaría el subsidio a vagos y maleantes. Éstos lo son y no los pobres inmigrantes que se desloman para enviar algo a sus familias. Estos son mis connacionales y no los vagos nacidos a orillas del Turia.