Los partidos políticos son maquinarias de recolectar votos y colocar a personas gracias a ellos. Son sus objetivos definidos pero, previamente, deben cumplir el más importante de todos que es sobrevivirse a sí mismos, incluso a su torpeza, a su ineficacia y a su incapacidad para llegar al poder. Su supervivencia es el objetivo primero, de ahí que necesiten el apoyo popular que garantiza su presencia en el Parlamento y la obtención de subvenciones.
Por eso, en el fondo, no llevan bien la discrepancia interna que se resuelve, por lo general, de forma insatisfactoria. En estos días hemos asistido a dos casos totalmente diferentes pero que convergen en la crítica a la forma de actuar de la dirección del partido. Me refiero a la salida con portazo de Álvarez-Cascos en el PP y a la posible suspensión de militancia de Antonio Asunción en el PSPV.
En el primer ejemplo, Álvarez-Cascos alega indefensión por haberse quejado a la dirección nacional y no haber recibido contestación. En el segundo, Asunción también habla de un funcionamiento inadecuado de los órganos del partido en las primarias pero añade un factor que agrava la situación: la acusación no de inacción, como Cascos en el PP, sino de ilegalidad.
Esa diferencia, quizás, explica por qué en el primer caso ha sido el protagonista quien ha decidido irse y, en el segundo, es el propio partido quien parece estar pensando en expulsarlo.
En ambos, hay una ruptura entre el militante y el partido que acaba con el primero fuera de la formación, pero una cosa es irse y otra, ser echado. Es cierto que siempre se puede presentar uno como mártir, ya sea porque la situación se ha hecho insostenible y no le ha quedado más remedio que irse ya sea porque ha forzado la máquina hasta romperla. Pero parece más elegante lo primero, eso sí, sin portazos, ni ruedas de prensa ni escandaleras. Quien lo vale, hace más daño yéndose como un señor.