¿Es necesario mostrar cientos de cadáveres apilados para explicar que ha pasado un año desde el terremoto que asoló Haití?
Los periodistas resumimos las tragedias de una forma quizás inevitable pero sin duda insatisfactoria. Lo pensé cuando, hace un par de días, tuve ocasión de hablar con una de las Hijas de la Caridad que han estado ayudando en Haití. Y llegué a esa conclusión porque en ningún momento se recreó en el dolor, la devastación ni el sufrimiento. Eso estaba ahí, lo comentaba irremediablemente, pero en seguida se iba a otra cosa: a recalcar la esperanza y la fuerza de los haitianos para salir adelante.
Estoy segura de que no era intencionado, ni consciente siquiera. Por supuesto estaba en las antípodas de lo que podía ser una estrategia de comunicación, inteligente pero inexistente entre quienes se dedican a hacer el bien en nombre de quien pasó haciéndolo hace dos milenios. Le salía así. Es como quien está enamorado y, sin darse cuenta, todo lo reconduce hacia el/la amado/a de modo que en su conversación una de cada tres palabras es ‘fulanito’ o ‘menganita’. Ni lo percibe, pero su cabeza y su corazón están en eso.
Con aquella religiosa pasaba lo mismo. Por mucho que yo le insistiera en la tragedia, ella volvía a la esperanza. Ni un reproche a Occidente pero sí una llamada a la solidaridad. Y no a aquella emotiva despertada tras el desastre o del estilo ‘telemaratón’. No. Era una llamada serena, pausada, profunda. La de quien alza la voz, sin levantarla apenas, por quienes no tienen nada.
En su conversación quedó clara una cosa que he visto repetida en cooperantes o periodistas durante la jornada de ayer: que el mundo sepa que Haití era pobre antes. Muy pobre. El terremoto ha sacado esa realidad a la luz y yo diría que esa vergüenza. La tragedia de Haití no es haber vivido un terremoto sino que hasta que eso ocurrió, al mundo no le había preocupado el dolor de Haití.