He de reconocer que la zarigüeya bizca alemana me resulta simpática. No por bizca ni por alemana, líbreme Dios de ofender a los compatriotas de la Walkiria Merkel, sino por zarigüeya.
¿Cuándo hablamos de zarigüeyas ninguno de nosotros? Jamás. Yo misma no conocía ninguna hasta que vi asomar a las portadas de la prensa germana un bichito gracioso que parecía un robot japonés de última generación para venderse como rosquillas en Navidad.
Luego supe que no era artificial sino que era un habitante de un zoo de Leipzig y que estaba causando sensación entre sus conciudadanos humanos. Ahora, al parecer, triunfa en la Red y fuera de ella; ya hay un peluche y hasta tiene canción propia.
No sé en qué momento los hastiados lectores de noticias referidas a primas de riesgo y ataques suicidas en Afganistán nos abrazamos a cuestiones tan banales pero tan agradecidas como ésta. Entiendo que no es determinante para nuestras vidas ni tiene importancia objetiva excepto para los gestores del zoo de Leipzig que ven cómo, gracias a Heidi, se llenan sus taquillas de niños ansiosos por ver a la zarigüeya más famosa del momento.
Sin embargo, me gustan estas cosas por contraposición a los sesudos temas habituales.
Entre Paul (el pulpo) y Heidi (la zarigüeya), me quedo con ésta. No es solo porque los pulpos los prefiero a feira y en cambio no sé cómo se comen las zarigüeyas sino porque los animales acuosos resultan fríos de natural. Por el agua, será.
Además parece más cariñosa y, sobre todo, hay algo que la hace distinta: tiene una cierta peculiaridad. Creo que es eso lo que me llama la atención y me hace mirarla con cariño. No es perfecta. Pero tiene hasta un aire a Ratatouille, el ratón chef de Disney.
Entre hablar de ella o de Rubalcaba, prefiero lo primero. Él tampoco es perfecto y si lo dibujáramos para Disney seguramente sería un ‘ratolí’ largo y perspicaz pero no consigo cogerle cariño. Ni queriendo.