En mis tiempos la cifra maldita era el 666 pero se ve que en el siglo XXI, cuando la maldición bíblica del «ganarás el pan con el sudor de tu frente» se ha convertido en una bendición, el demonio se representa con el 67.
Y el número es diabólico porque prefigura el triunfo del mal sobre el bien, esto es, de ‘los mercados’ frente al inocente trabajador sometido a tortura hasta tan avanzada edad. ¿Quién hay más pérfido hoy en día que esa nebulosa indeterminada llamada ‘mercados’, sin rostro ni nombre pero dominando el mundo?
Ante ellos protestan algunos pero como no saben quiénes son ni dónde buscarlos, agazapados como están tras un teléfono con el que dar órdenes de compra y de venta, han decidido enfocar sus iras contra quienes consideran sus mensajeros: en Valencia, el PSPV y la CEV.
Y este enfoque que tiene de cierto el poder omnímodo de los mercados, falla en un elemento sutil: el romanticismo de la actuación. Lo sucedido en Blanquerías, donde tiraron botes de pintura y rompieron un cristal como hicieron también en la sede de la CEV, no es un mayo del 68. Es una actuación salvaje e injustificada que exige la condena más absoluta.
Primero, porque es un acto violento; segundo, porque la democracia tiene sus propias formas de protesta y sus medios para canalizar la exigencia de un cambio de política y tercero, porque en términos pragmáticos, si el PP estuviera en el poder seguramente habría propuesto lo mismo.
En cualquier caso, resulta curioso que en estos actos de vandalismo presuntamente político no se hable de ‘autoría intelectual’. Del mismo modo que ante un ataque terrorista se diferencia el autor material del intelectual, también hay que mirar hacia esas organizaciones que avalan un tipo de protesta como ésta que no deja de ser kale borroka, violencia callejera y destrozos para mostrar el rechazo a una decisión política. Dar pleno y público apoyo a esto da que pensar.