A veces da susto entrar en un restaurante sin gafas negras. Digo lo de las gafas porque es una forma sencilla de pasar inadvertida. La otra es vestir de camuflaje lo que, tratándose de un restaurante no puede ser otra opción que la de disfrazarse de pinche, camarera o sumiller. Nada de telas castrenses ni estampados del ejército de Tierra que eso más que ayudarme a disimular, me haría concentrar todas las miradas.
El susto viene de la posibilidad de encontrarse con un conspirador o sencillamente un tipo cuya compañía, de hacerse pública en ese instante, no pueda acarrear nada más que disgustos. El profesor que coincide con el padre de un alumno galardonado injustamente con una matrícula de honor; el juez que se encuentra con el delincuente que acaba de absolver; la chica estupenda que va a parar en el mismo reservado que Berlusconi o el fiscal y el policía que acaba de declarar que se ceden el paso en la puerta de un local conocido.
Hay tantas opciones de coincidencias sospechosas que una servidora, cuando tropieza en un restaurante con un famoso, al día siguiente lo pone en la picota en su columna y, así, ¡voilà!, duda disipada. ¿Quién puede decir que, aún habiendo comido con él o ella, he recibido favor alguno?
En mi descargo diré que solo acepto favores gastronómicos porque así las pruebas del delito unicamente quedan registradas en la ficha de mi endocrino. Él y yo somos los únicos que conocemos -de haberlos- los cohechos propios, impropios e indeterminados. Todo lo demás se transforma en grasa, se adosa donde suele y nadie sabe nada.
Lo digo por la terrible coincidencia de gusto entre el fiscal Cabedo y los policías del caso Luna. Es lo que tiene ir a comer a un sitio que pilla de paso de los juzgados. Quien dice de paso, dice de paseillo amplio o maratón a paso ligero. El caso es que no se puede tener tan buen paladar. A la mínima coincides con alguien.