La verdad es que no quería dedicarle una columna a Laporta. Y no quería por no hacer publicidad gratuita a una opción que no es bienvenida en Valencia. Sin embargo, una cosa es resultar improcedente, ofensivo, insultante o provocador y otra, dar por bueno que quien actúa así merece ser agredido. Ni mucho menos.
Merece ser contestado, puntualizado, informado e ilustrado sobre la realidad valenciana y cómo, después de décadas de conflicto, habíamos conseguido cierta paz en relación al conflicto lingüístico. Debería decir «hemos» y no «habíamos», como si se hubiera perdido y la sensatez perteneciera al pasado. Afortunadamente no. Somos más civilizados, aunque algunos pretendan remover cualquier fango con tal de hacernos saltar.
Y ésa es la preocupación que tengo desde hace tiempo: que haya gente interesada en sacar a la bestia de su madriguera. A la extrema derecha, quiero decir. O a cualquier extrema, que ninguna es buena. No hay más que ver la presencia de España 2000 ayer a las puertas del Astoria.
El problema está en el equilibrio entre la libertad de expresión que tiene Laporta para defender un pancatalanismo sin futuro en Valencia y la irresponsabilidad de provocar un conflicto a sabiendas. No me parece razonable dar por hecho que cualquier mecha es válida con tal de conseguir mejorar su posición en Catalunya a costa de Valencia o sencillamente dar el salto al Congreso ampliando su radio de acción.
Ningún enfrentamiento merece la pena por un puñado de votos y, menos, correr el riesgo de acabar con la paz social. Sin embargo, en ese punto no es solo responsabilidad de quien viene a provocar y espera rentabilizar esa provocación sino de quien entra al trapo y responde con violencia. Como ayer en el Astoria.
Es cierto que los violentos son pocos, pero la crispación es patrimonio de muchos más. No llegan a usar métodos violentos pero cargan de malas energías la vida colectiva.