Si a mí me da rabia, no quiero ni pensar en lo que sentirán los funcionarios que cumplen con su tarea y ven cómo algunos caraduras fichan y se van. No lo digo solo por el malestar que genera estar haciendo el esfuerzo de sacar adelante el trabajo de uno mismo y al mismo tiempo el del que se ha ido, sino por la imagen que esto proyecta de todos ellos.

Con las noticias de los últimos días es difícil aceptar los argumentos sobre sus condicionantes laborales perjudiciales, como la congelación o rebaja de sueldos. Sin embargo, eso no debería impedirnos ver el bosque. Lo que no debe aceptarse es que la desvergüenza de unos acarree el refuerzo de un estereotipo al que no responden sino aquellos que incumplen sus obligaciones.

Ayer mismo estuve en Hacienda y, mientras esperaba mi turno, me dediqué a observar a quienes atienden al público. Algunos intentamos ser educados y respetuosos pero bien sabe Dios que no todos consideramos al de la ventanilla como un profesional y una persona igual a nosotros. Siempre que estoy en esa circunstancia pienso en lo duro que se me haría trabajar allí. Por mucho que tuviera el puesto fijo y el sueldo asegurado.

Yo misma suelo ser un desastre. Un desastre educado pero un desastre al fin y al cabo. La burocracia no es lo mío y rellenar papeles y hacerlo medianamente bien, a la primera y sin dudas existenciales es superior a mí de modo que siempre requiero mil aclaraciones. Y, con mejor o peor cara, suelo encontrarme un paciente funcionario que me lo repite dos veces, me lo aclara y me indica, también, qué casilla tengo en blanco y no debería ser así. Y eso incluye la del nombre.

Lo de la mala cara es poco o nada agradable pero yo suelo hacer un ejercicio de empatía y pienso en que el niño se le ha pasado la noche berreando y ya van tres. A veces ni por ésas pero si yo me tuviera que atender en una ventanilla la verdad es que me pondría de los nervios.