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Lidón Sancho

Más vida que arte

Pensar más allá de toda imagen

Mi tatuador ―que es para mí como un médico que saca a la luz retazos de mi alma que ansían ver la luz del mundo― estuvo enseñándome el otro día unas obras pictóricas suyas; en una de ellas aparecía Marilyn Monroe mirando al frente, con la mandíbula ligeramente levantada y su boca entreabierta en una posición adelantada que desafiaba abiertamente a quien la observaba. El autor me miró y me preguntó: «¿Qué opinas de esta mujer?». Yo había visionado la obra brevemente pero en mi cabeza surgieron de repente miles de imágenes distintas y múltiples de la tentación rubia. Recordé que, hace tiempo, estuve ojeando un documental sobre su vida en el tren de camino a Barcelona. Lo escuché sin volumen, intentando que el sueño me venciera y creo que eso hizo que se me grabaran a fuego en el inconsciente esos fotogramas en blanco y negro de Monroe acercándose a la lente de la cámara, con esos ojos entrecerrados de gata y sus labios apretados en un beso invisible.

La mirada perdida de Marilyn

La mirada perdida de Marilyn

Le respondí que me parecía un icono sexual muy potente. Su sutileza en el movimiento y exuberancia corporal eran, sin duda, rotundas. Él me miró largamente y me respondió: «¿Ves lo que le he escrito en el pecho?», me dijo señalando el cuadro. Entre clavícula y clavícula aparecía la expresión prostituta política. Entonces me adujo que, para él, se convirtió en una vulgar ramera en cuanto supo que se acostaba con dos hermanos a la vez (concretamente de la poderosa familia Kennedy).

No corran tanto en juzgar a mi tatuador: es un tío inteligente y culto; él no la demonizaba por su promiscuidad sino por su falta de sinceridad para con sus amantes. Ninguno de ellos supo de la relación con el otro y, según la teoría de la conspiración, eso la llevó a la muerte por la vía menos dolorosa y más femenina: un montón de pastillas y whisky. Vino entonces a mi mente un libro titulado Ética promiscua, escrito por las autoras Doisse Easton y Janet W. Hardy, en el que ambas plantean la existencia de unas normas dentro de una vida sexual activa que se formula fuera de las rígidas leyes de la monogamia y el matrimonio.

Con todo, esta experiencia me ha llevado a tres ideas fundamentales; la primera es corroborar el gozo que supone observar una obra de arte frente a su creador. No solo hace acto de presencia nuestra relación íntima con la pieza sino que, además, se nos aporta información adicional que genera conexiones con otros campos distintos del arte (algo por lo que luchamos cada día, y a veces salimos muy heridos, los educadores en arte).

La segunda reflexión viene dada por ese salto cuántico de observar una obra a acordarme de un libro que me ha hecho plantearme de manera reveladora (y tentadora, no me lo nieguen) de la existencia de una moral en una orgía sexual desenfrenada donde hombres y mujeres viven, follan y aman juntos formando un gran nudo y, además, llevándose divinamente.

La tercera idea es más preocupante… ¿Qué iconos hemos ensalzado en nuestra sociedad contemporánea? ¿Son dignos y dignas de semejantes escaparates que observamos impávidos? ¿Los evaluamos, alguna vez, desde la crítica? Me da la sensación de que son solo espantapájaros que colocamos en nuestras vidas para espantar nuestra propia mediocridad pero que, en el fondo, son tan mezquinos y poco glamurosos como todas las personas que habitamos en el mundo. También son humanos, claro, y también tienen virtudes a destacar; sin embargo, creo que elegimos mal los iconos que seguimos, o, ¿es que acaso no ven la televisión? No hacemos más que generar programas televisivos de los cuales salen unos personajes que dan ganas de detonar todas las cabezas nucleares de todos los silos existentes.

Es cierto, exageré. La sociedad se encargará de hacer su propia criba, aunque me temo que será una selección desigual: sobrevivirán los personajillos y personajillas de fama efímera y flaca cultura frente a las miles de personas que, con un doctorado a sus espaldas, se convierten cada día en anónimos camareros y en anónimas limpiadoras; o aquellas personas que sin estudios pero mucho espíritu autodidacta y muchas horas de trabajo en sus manos mudan en invisibles ejemplos a seguir. Esas mentes brillantes son las que deberían convertirse en nuestros baluartes pero también son las más sensibles a la injusticia: no tolerarán mucho más los mecanismos funestos que construyen nuestro actual modo de vida. En esta sociedad que ensalza la vulgaridad cultural, acabarán tragándose un bote de opiáceos con bourbon, viendo Gran Hermano a todo volumen y con la absoluta desesperanza en la raza humana como postrero pensamiento.

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Por Lidón Sancho

Sobre el autor

Me dedico al ARTE en mayúsculas porque inunda toda mi vida: soy poeta y escritora; comisaria de exposiciones y docente; canto, bailo, aprendo a tocar la guitarra, leo hasta caer desfallecida... Sé que la vida va más allá del arte (de ahí el nombre del blog) pero también sigo creyendo que la cultura es lo que nos salvará de la bestialidad.


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