Así, desde la esperanza y a bocajarro, podríamos todos. Podríamos comenzar a revisar nuestras viejas ópticas y sacarles lustro por si aún nos valen para observar el mundo; ver dónde hemos marcado el pie en la arena de nuestros antiguos pensamientos ―donde hay mucho de viciado y mohoso― y borrar esa huella para continuar por otro sendero que nos descubra un nuevo modo de vivir y, tal vez, de pensar. Podríamos, por una vez, no buscar una unión utópica pero sí un bello respeto (no he dicho consenso ni mayoría) por todos nosotros y, a partir de ese milagro, construir nuevas relaciones. Por supuesto que se podría: presentar batalla al embuste político en el que estamos danzando, encontrar dónde se han quedado las riendas de este caballo desbocado que nos va a conducir a la tristeza de nuestros mayores y a la pobreza de casi todos.
Podríamos, en mi sueños de niña donde hay globos de colores que me impulsan al aire, abrirnos la piel y transformarnos en ese ser en acto que ansiaba Aristóteles, o en el superhombre de Nietzsche o en el ser autónomo que deseaba Kant. Ahora todos duermen en siglos pasados y solo me vienen las desesperanzas de Adorno y Horkheimer: ellos sabían bien que la sociedad moderna estaba acostada plácidamente sobre un lecho de falsa libertad del individuo y un proceso de deshumanización galopante. No eran positivistas ni positivos, las guerras ya se habían encargado de hacerlos de ese modo. Yo tampoco soy de esas dos vertientes en un confinamiento donde parece que todas las premisas que me lanzan en las noticias estuvieran verificadas. Quieren que pensemos como ese infeliz pavo que fue comprobando día tras día, con lluvia o con sol, en festivos y laborables, que le daban de comer a las nueve de la mañana y, creyéndose a salvo, se sorprendió de que le cortaran el cuello un mañana a las nueve en punto el día anterior a Acción de Gracias. Inductivismo inocente, lo llamaba Popper y pareciera que seguimos ahí, tragándonos el desayuno a las nueve de la mañana con proposiciones envenenadas de mentiras, tergiversaciones y dinero bien invertido en mercenarios de la información.
Ese poder ya no lo creo al alcance hoy. Poder, refiriéndome a que podamos movernos colectivamente. Hoy me viene más a la cabeza el otro poder, ese dominio de los unos sobre los otros que tanto estudió Foucault, intentando conocer los mecanismos y dispositivos de ese poder y cómo crea relaciones desiguales, engaña encubriéndose en instituciones paternalistas, genera miseria y la siembra en generaciones que ni siquiera conoceremos. Ese poder es el que está pegando fuerte ahora: decide sobre nuestras vidas, nuestro modo de relacionarnos, de hablarnos, de escribirnos y hasta que llegue el momento que decida cómo pensarnos tú y yo, o yo conmigo misma, o todos como sociedad amansada. Así lo narraba él mismo: «La historia de las luchas por el poder, y en consecuencia las condiciones reales de su ejercicio y de su sostenimiento, sigue estando casi totalmente oculta. El saber no entra en ello: eso no debe saberse.» Sin embargo, nos daba una llave para librarnos de semejante herencia: «El saber es el único espacio de libertad del ser.» Lo que no sabe el señor Foucault es que hoy yo quería saber más para sentirme más libre. He visto al dueño de una librería que hay cerca de mi casa mover volúmenes arriba y abajo y me ilusioné a entrar, pero la puerta estaba cerrada. Desde dentro me ha dicho que no me podía abrir «porque me meto en un lío si lo hago.» Y he pensado que es verdad, querer saber más ahora mismo se ha convertido casi en un delito.