Hoy mi madre me ha traído mis poemas de juventud. Usando a mi perra como caballo de Troya, nos hemos citado en la cola del banco.
He leído mi antología de pie, en la cocina, con la vergüenza y la risa encajadas en las mejillas. Al lado de cada poema, el nombre del causante o la causa por las cuales escribí uno u otro: señales en un campo de batalla en el que combatí con la pasión de las valientes, las que no nos avergonzábamos de decirle a un chico que le amábamos hasta morir y que sabíamos que la virginidad era una carga de la cual había que deshacerse pronto, para que no nos desearan puras sino dispuestas.
Son francamente terribles; no me refiero al carácter terrible de las tragedias sino a lo inocente de su escritura y a su carencia de complejidad lírica. Sin embargo, cada una de esas poesías contenía un crisol de dolor y de angustia, una clepsidra que medía la esperanza y el amor, insoportables de vivir si no se relataban en un papel escrito a máquina, aunque ahora las vea con la compasión que se les tiene a los inferiores. En este momento, siento esos versos como los estigmas de Jesucristo en la cruz, muriendo por todos a los que amó. Son una letanía de palabras que se repiten sin cesar: dolor, angustia, corazón, alma, lágrimas, sangre, miedo, muerte, suspiro, nada.
Los leo y me viene a la cabeza la pregunta de cómo pude soportarme durante tanto tiempo, amando a brazo partido, abalanzándome al vacío donde deberían haber habido brazos que me atraparan o enamorándome hasta las trancas de un ideal que construía en mis ensoñaciones hasta quemar mis bastiones, sin posibilidad de refugio. No me hablo con desprecio, sino con la sabiduría que dan los años, las hostias y las personas que apuntalan tu vida o la desmadejan hasta dejarte desnuda, sola y contigo misma a la vez. Me he dado cuenta de que tampoco me alejé demasiado en los siguientes años de aquella adolescente que descargaba su desesperación en poemas encadenados y llenaba sus pulmones de pura melancolía. Seguí igual: amando a brazo partido (hasta que me lo partían), abalanzándome al vacio (hasta que tocaba el fondo embarrado) y enamorándome hasta las trancas de ese ideal de hombre en el cual depositaba mucho corazón y poca vista.
En este camino me perdí, sin entender que el primer sendero empieza en tus pies, con tus carencias y taras, con los sueños que quieres cumplir y las promesas que te hiciste y con la maleta llena solo de ropa que sea tuya y que te quepa solo a ti. Llevo un tiempo siguiendo esa ruta que me ha proporcionado el silencio para escucharme, el tiempo para entenderme y la calma para perdonarme. Y volvemos a lo mismo: una vez he acabado de aniquilar lo que no es verdaderamente mío, vuelvo a amar con la intensidad de un incendio descontrolado, apostando todo lo que tengo cuando muero entre las sábanas, recorriendo cada centímetro de amor sin miedo y consumiéndome sin resistencias. Solo existe una diferencia entre esa adolescente ―jodidamente enamorada de todo y todos― y yo, la adulta y es que primero voy yo, y luego, vas tú. Esa entrega que doy ahora es una fortaleza bien armada y viene de la tierra más firme: el amor por una misma.