Dios vino a verme. Pero antes, el Demonio ya se había pasado por aquí. Me dijo que me alejara de los hombres ingratos y sin corazón, de los aduladores y sus lisonjas, de sus regalos envenenados y sus promesas a medias.
Vino por mi casa, con su perfume almizclado a madera quemada, quince minutos antes de que el Todopoderoso tocara a mi puerta. Me dijo: «Mira, Lidón, haz las maletas, borra esos números de teléfono que te desgastan los labios. Vente conmigo al sur, aquí ya no te quieren porque te envidian y ya has quemado todas las naves que te habrían llevado al cielo. Los hombres te tienen miedo y a mí me gustan las mujeres que les aterran. Vente conmigo, princesa, y yo te daré la fama que ya tienes brillando sobre tu cabeza pero atravesando cada corazón que pase por tus manos. Te convertiré en una leyenda hermosa y terrible.»
Eso me decía, con su americana estampada de rosas rojas y su pañuelo de seda agarrado al cuello mientras le daba vueltas a la cucharilla de su café: «Deja este erial de ciegos y mudos, de cobarde y mezquinos, de personas que no sienten las palabras que te dicen. Y yo te conseguiré aquello que aún no sabes que quieres.»
Luego se fue y me quedé casi convencida en vaciar mis armarios y llenar el resto de años. Y, ciertamente, a un consejo le hice caso: borré todos los números de aquellos hombres crueles, menos uno, al que llamé para que viniera a tomarse un té. Vino justo después del Diablo con sus alpargatas de playa y arena en el pelo.
Se sentó y, sin decirme nada, me sonrió, le dio un sorbo a su taza y me entregó una caja que albergaba un destino que jamás hubiese imaginado para mí y que me proporcionó la paz pero no la fama. Me miró y me dijo: «El Diablo iba a darte algo que era suyo. Yo solo te ofrezco aquello que siempre ha sido tuyo.» Y se fue, con la misma arena en su pelo pero con más color en sus mejillas.
Menos mal que no borré el teléfono de Dios. Y si, a estas alturas, aún crees que esto es un relato religioso es que no has entendido nada.