El señor Ximo Puig (bueno, el Consell, no vayan a creer que vivimos en un caciquismo de partido) ha prohibido el acceso para realizar senderismo y acampadas a doce de los parques naturales que existen en la Comunidad Valenciana. ¿Sus razones? Evadir posibles incendios, evitando los desastres naturales acontecidos en Grecia y Turquía. Según el periódico El Levante, el presidente comentó preocupado que «no es un buen momento para ir al bosque». Me hizo gracia ese comentario; me recordó a esa frase lapidaria que recita de forma taciturna un personaje secundario en películas de terror, advirtiendo a un grupo de osados adolescentes que van a adentrarse en una espesura de la que pocos saldrán vivos. Menudo dramatismo, señor Puig.
Ahora resulta que el gran precedente a nivel (i)legal que ha supuesto las medidas preventivas en torno a la pandemia por COVID-19 en cuanto a las restricciones de movilidad (toque de queda, movilidad perimetral limitada o accesos seleccionados solo mediante documentación acreditativa) va a mutarse en otras restricciones mucho más descabelladas. Me habría gustado que el Consell hubiese lanzado cifras de muertos ―que eso siempre asusta mucho― sobre los senderistas muertos en incendios o sobre esos incendios provocados por senderistas que les da por hacer hogueras y cantar alrededor de ellas el cumbayá o como coño se escriba.
¡Claro que la mano del ser humano es causante de muchos de los incendios! Sin embargo, ¿es eso motivo suficiente para prohibir la entrada a un entorno natural a la mayoría de la población que no los provoca? También somos los causantes de miles de muertes y lesiones irreversibles al año por accidentes de tráfico. ¿Va a prohibir los desplazamientos en verano para que los turistas con la cartera llena no pase sus vacaciones en Benidorm y evitar así la mortalidad en carretera? Todo el daño que los seres humanos causamos y nos causamos, ¿puede evitarse del mismo modo que estamos evitando contagiarnos o provocar un incendio? ¿Qué ha cambiado en estos dos últimos años? Pues que ahora saben usar ese armamento vil y despiadado llamado restricción de movilidad usado durante los sendos confinamientos. Aunque, rascando esta pátina de manipulación política de saldo, en realidad a esta estrategia se le sigue llamando miedo. El investigador Jean Delumeau escribió El miedo en Occidente como un manual sobre la cantidad ingente de miedos que han sido usados como métodos de control contra la población. Todas las instituciones conocidas han usado estas semillas de terror, la iglesia y el estado los que más (en todos los países y épocas): el miedo al extranjero, a la mujer, a los cultos americanos e incluso, curiosamente, a la subversión.
Estamos inundados por el paternalismo institucionalizado, muy acostumbrados a que sea otro (un gobierno, una fuerza del orden, una marca de cosméticos, etc.) el que nos diga lo que debemos hacer o no, o lo que nos conviene. Sí, no exagero; la publicidad que no es más que la plataforma de consumo de un capitalismo cada vez más devorador empezó hace muuuucho tiempo a modificar la concepción que tenemos de nosotros mismos y construirnos un avatar, un ideal inalcanzable, imposible de lograr y, por lo tanto, insaciable y necesitado de cada vez más y más productos, servicios y préstamos bancarios para llenar ese vacío. Para acabar con ese temor que nos invade cada día.
Es peligroso cuando un estado trata a su población como si fuese un menor de edad, si bien Kant ya nos advirtió que sería difícil encontrar a una sociedad que cumpliese esa mayoría de edad en la historia de la humanidad. Y más peligroso aún cuando un partido político como Vox que ni siquiera gobierna en el ayuntamiento de Toledo ―aunque consiguió el tercer puesto con un 23,69 % de los votos en el 2019― pueda ejercer presión para que se retire el cartel de un concierto de música, alegando que insulta la imagen de la Virgen (no especifican cuál de ellas).
Paternalismo e indignación son una combinación parecida al napalm: es imposible escapar de ella con vida; es la antesala a una dictadura sin precedentes que puede dar más pánico que nunca con la tecnología de su parte y esa obsesión por infantilizar a la población mediante dicha tecnología. Quieren cuidar de mí evitándome daño alguno en los bosques cuando las calles son el lugar donde es más probable que muera debido a una conversión de la nación cada vez más asfixiante y déspota, ideológicamente intolerante y con discursos cada vez más polarizados. Resulta que ese proteccionismo que los sendos gobiernos a lo largo del tiempo y ancho del mundo pretenden inocular a la población no incluyen la vigilancia de instituciones como el Fondo Monetario Internacional o el Banco Central Europeo que son los verdaderos dueños de nuestras, cada vez más, miserables vidas. Y si confunden proteccionismo con comunismo es cuando voy a enfadarme de verdad. Asimismo, cuando hablo de protección tampoco hablo de una fuerza del orden que vele por mi seguridad a costa de que otros paguen el pato. Existen miles de casos históricos al respecto como, por ejemplo, las patrullas civiles denominadas PAC (Patrullas de Autodefensa Civil) que surgieron en Guatemala como respuesta a los atentados acaecidos en la capital y que se dedicaron a masacrar población indígena en las zonas rurales, creyéndolos «aliados naturales de la guerrilla». Mi seguridad no tiene que costarle la vida a otra persona.
De la reducción a la abolición de los derechos fundamentales existe un paso muy corto. Y esa pequeña zancada es cada vez más difícil de ver cuando la disfrazan de peligros y ofensas que solo hacen enfrentarnos entre nosotros y matarnos a garrotazos.
¿Dónde comenzó, entonces, esta retirada social, este vaivén en un barco que nos lleva de la ceca a la meca sin rumbo y que nos da igual en qué puerto acabe atracando? Creo que el filósofo José Antonio Marina ya lo clavó en su obra Anatomía del miedo, un tratado sobre la valentía: claudicamos en el momento que cambiamos libertad por seguridad. Empezó por una seguridad vital, de mi valiosa vida, y acabó siendo la seguridad de mi empleo, de mi coche aparcado en la calle o de mi acceso a internet. Fue entonces cuando abrazamos esa dulce frase que nos descargó de todas las responsabilidades y quebraderos de cabeza: lo hago por tu bien.