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Fernando Mulas

Mi hijo me llama

HERENCIA

Hacía mucho tiempo que no sabía nada de mi tío Carlos, aunque el recuerdo que tengo de él siempre se mantuvo ligado a mi infancia cuando subía a su coche antiguo, un Seat seiscientos que conservaba de su juventud y en el que nos subía a los mas pequeños para regocijo de todos. Ese diminuto coche desde la visión de un niño de 7 años representaba un mundo enorme, lleno de juegos y fantasías.

También el seiscientos era motivo de peleas entre nosotros. Todos queríamos el coche para que nuestro tío se lo regalase cuando fuéramos mayores. Hacíamos competiciones entre nosotros y quien ganaba decíamos que tenía más derecho sobre el coche. Una vez hicimos una carrera y yo era de los más bajos pero también de los que más corría. Gané por delante de  un primo mayor, pero dijo que había hecho trampas, aunque no era cierto. Discutimos y me empujó hasta tirarme al suelo por lo que lloré impotente. Unas lágrimas resbalaban suavemente por mis mejillas cuando vino el tío Carlos a consolarme.

El habitáculo del coche en la parte trasera daba cabida en ocasiones hasta cuatro o cinco niños, todos riendo y chillando, sobre todo cuando, a instancias nuestras, mi tío pisaba el acelerador, daba las curvas o luego frenaba para sobresaltarnos. Le cantábamos: «Para ser conductor de primera, acelera, acelera..» y así le pedíamos que corriese a toda velocidad.

Lo que más nos llamaba la atención era el sonido del pito, que estaba en el centro de lo que nos parecía un gran volante de color gris, que se resbalaba por las manos si no lo cogías con fuerza, pero eso solo lo hacíamos cuando el coche estaba parado. Los asientos de delante se reclinaban y atrás también cabían dos personas mayores, aunque a los niños nos encantaba ir solos. También había discusiones para ver a quién le dejaba mi tío ir en el asiento delantero, porque eso era un honor, y además te permitía subir y bajar las ventanillas de delante, porque las de atrás eran fijas. Recuerdo que a mí me dejaba ir delante con mucha más frecuencia, y que era mi tío preferido.

Una cosa que me llamaba mucho la atención era que las puertas delanteras tenían los cristales partidos. Tenían un triángulo en la parte más delantera que giraba de forma vertical, lo que permitía que entrase mucho aire que te daba de lleno en la cara y era muy divertido. Solo era comparable con sacar la mano por la ventanilla estando el coche en marcha, pero eso casi nunca nos dejaba hacerlo.

También me viene a la memoria que esa parte delantera de las ventanas tenía en su parte inferior una pequeña manecilla que cerraba por dentro, pero era difícil hacerlo para un niño pequeño como yo, porque había que apretar en el centro a la vez que se giraba.

Sin embargo, el mayor recuerdo que tengo de ese coche, que persistió siempre en mis oídos, es el del sonido inconfundible de su motor. El ruido del Seat 600 siempre ha estado presente en mi memoria y, ya de mayor, era capaz de reconocer, sin verlo, a un seiscientos cuando pasaba cercano, aunque con el tiempo cada vez fueron quedando menos.

Todas estas vivencias se agolparon en mi memoria cuando me he enteré de la triste noticia de que mi tío Carlos, al que no veía desde hacía muchísimo tiempo, había fallecido en el lejano pueblo en que vivía retirado. Mi sorpresa se hizo mayor cuando me comunicaron que yo figuraba en su exigua herencia, con la noticia de que me había correspondido precisamente el Seat seiscientos que todavía había conservado. Eso me produjo una sensación de enorme nostalgia y a la vez la grata sensación de que me tío se acordaba de mí y sabía de la ilusión con la que yo montaba en su antiguo coche.

Con una curiosidad innegable por el recuerdo del coche me decidí a ir a recuperarlo al pueblo en donde el tío Carlos pasó el final de su vida. Estaba en un lugar remoto situado en medio de una cadena montañosa del interior en donde pude apreciar la belleza de lugar. Se alternaban montes bajos, pelados de vegetación, con paisajes frondosos de pinos mezclados con eucaliptus, que daban el olor característico de este árbol a todo el entorno.

No fue difícil encontrar el pueblo y dirigirme al sitio acordado para recoger las llaves del coche y del garaje. Sentí emoción al disponerme a entrar en el local y lo hice suavemente, como quien no quiere despertar al coche que estaba allí como dormido. Al abrir la puerta del garaje entró un potente chorro de luz en el interior que iluminó toda la estancia. Efectivamente, en el centro y cubierto de polvo, pero intacto, allí estaba. Era el Seat seiscientos de mi tío.

El coche era de color blanco, aunque allí parecía gris. Me dijeron que un mecánico lo había revisado y estaba en adecuadas condiciones, a pesar de su aspecto antiguo por la suciedad que lo cubría. Pasé un dedo por la superficie del capó y pude comprobar que seguía del mismo color que yo conocía. Abrí la puerta del coche y contemplé su interior mezclado con mis recuerdos infantiles.

Destacaba el gran volante gris de material plástico, con su gran pito en el centro. Recliné hacia adelante el asiento delantero del conductor y me introduje en los asientos traseros sin importarme el polvo que acumulaban. Contemplé el frontal del coche con el pequeño cuadro de señalizaciones presidido por la esfera redonda del cuentakilómetros, que llegaba hasta los 120 kilómetros por hora. A un  lado tenía el marcador del aceite y al otro el de la temperatura del motor, que siempre fue uno de sus mayores problemas.

Me bajé ilusionado para abrir el portón trasero y ver el motor que parecía como de juguete. Me llamó la atención la tapa de plástico marrón de las bujías, de la que salían sus cables negros correspondientes. Parecía mentira cómo ese pequeño motor fuera tan resistente y ese coche representase el de toda una generación en los inicios de la motorización en España.

Fui de nuevo abrir la puerta delantera del coche y me senté en el asiento del conductor poniendo la llave en el arranque. Dudé si darle al contacto para evitar la sensación frustrante de que no arrancase por las baterías, pero me habían dicho que todo estaba revisado. Saqué a tope el botón del aire, como me habían advertido, y giré la llave con inquietud pero con decisión.

¡Arrancó!.. El seiscientos arrancó como impertérrito, era una maravilla. Puse las manos al volante y cerré los ojos. No pensaba en nada, solo veía imágenes de mi tío Carlos a la vez que retumbaba en mi corazón el sonido inconfundible del ruido del motor del Seat 600, mientras que unas lágrimas resbalaban suavemente por mis mejillas.

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Blog sobre los retos del desarrollo neuronal de los niños en una sociedad cada vez más exigente

Sobre el autor

Neuropediatra, Doctor en Medicina y Cirugía. Fundador y Director del Instituto Valenciano Neurología Pediátrica (INVANEP). Ex Jefe del Servicio de Neuropediatría del Hospital Universitario La Fe de Valencia (desde 1978 hasta 2013). Ver CV completo


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