La delgadez de Agustín, su cara con ojos saltones que confluían en una nariz afilada y su despeinado pelo gris rizado, le daban un aire crispado a su peculiar figura. Bruscamente abrió la puerta de la tienda y fue directo al mostrador. El dependiente, con las gafas sobre la frente, el ceño fruncido, recostado sobre su asiento y con los brazos en jarras, estaba ensimismado mirando a la pantalla de su ordenador como si algo no fuese bien. Agustín carraspeó molesto y, como ni siquiera le miraba, le espetó:
―¿Es que no piensa atenderme?
El empleado alzó la vista sin apenas mover la cabeza, le miró pausadamente como si le estuviese analizando, y con voz pesarosa, mientras se levantaba, le dijo:
―Sí, sí. Naturalmente que pienso atenderle. ¿Que desea el señor?.
―Quiero uno de esos programas que se anuncian tanto -dijo Agustín-, esos que bloquean a ese virus informático tan peligroso capaz de transmitirse electrónicamente por la red, que hace enfermar a las personas y puede producir hasta la muerte.
Agustín era un sujeto pusilánime muy obsesionado por su salud debido a la rápida expansión de la segunda ola de la pandemia del coronavirus, por lo que apenas salía de su casa y casi siempre estaba sentado delante de su ordenador. Su angustia vital se incrementó por las noticias de las redes sociales que se referían a una nueva epidemia provocada por otro virus que se propagaba electrónicamente a través de la red, por internet, y que contagiaba a los usuarios, provocándoles convulsiones que podían llegar a ser mortales.
Esa misma mañana sintió que se había infectado por ese virus cuando se despertó muy temprano y, como era su costumbre, lo primero que hizo fue encender su ordenador. Al comenzar a pulsar el teclado, percibió un agudo escalofrío por la punta de los dedos que se propagó como un calambre repentino por los brazos, y llegó hasta la cabeza, dejándole bloqueado e impávido. No supo qué hacer, sentía escalofríos por todo su cuerpo, pero sus manos estaban tan sudorosas como su frente. Pensó que se iba a desmayar, pero no ocurrió nada más.
Entonces recordó que la noche anterior, antes de acostarse, había recibido la información de que ese nuevo virus transmitía una corriente eléctrica a través del ordenador que contagiaba al usuario cuando al encenderlo comenzaba a teclear, tal y como él acababa de hacer. Comprendió que no le había ocurrido nada grave porque las descargas peligrosas se producían al pulsar las teclas tras una posterior conexión, como ocurre en las reacciones anafilácticas. De eso sabía mucho Agustín, porque era alérgico y conocía que las segundas reacciones son las que pueden ser más agudas y mortales.
El empleado le miró circunspecto, esta vez de arriba abajo, puesto que ya estaba de pie. Era uno de los tipos raros que habían venido preguntando por lo mismo, debido a esas noticias alarmantes que circulaban desde hacía unos días por las redes sociales, pero que debían ser fakes. Dudó si decirle que todo eso eran cuentos sin fundamento, pero al fin y al cabo apenas tenía clientes, porque la gente salía muy poco de sus casas, así que le siguió la corriente a ver cuánto daba de sí aquel extraño personaje.
―Pero ¿qué tipo de antivirus quiere, señor?
―Pues mire, el más potente que tenga, a ver, a ver…
Agustín miraba receloso por todas las estanterías repletas de cajitas de elementos para ordenadores, escudriñando como quien quiere evitar que le oculten algo. Había paquetes sin abrir amontonados por los suelos, relacionados con todo tipo de aparatajes y accesorios informáticos. Intentó mover unas cajas para ver qué había detrás, pero el dependiente intervino para desviar su atención.
―Mire aquí usted, señor, estos antivirus son los mejores, tal vez sean los más caros, pero seguro que así bloqueará cualquier contaminación de su ordenador. Llévese tranquilo cualquiera de ellos. Éste, por ejemplo -dijo con rotundidad.
―¿Seguro que es el mejor?- respondió Agustín-. No me importa que sea el más caro, es cuestión de vida o muerte, ¿es que no lo entiende?.
―Sí, sí señor, claro que lo entiendo- dijo el empleado, cansado de aquel sujeto y ya dispuesto a venderle un programa antivirus que antes o después le sería de utilidad. Al fin y al cabo era lo que pedía-. Mire usted, este antivirus es muy efectivo, por eso vale 120 euros, pero le aseguro que quedará muy satisfecho.
Agustín se fue a su casa desconfiando de todo, pero con el antivirus en su mano. No había dicho nada a su mujer para no asustarla. Como al salir no había apagado el ordenador, seguiría encendido a su llegada y así podría instalar el antivirus sin riesgos, pues el único peligro era si lo encendía de nuevo, ya que en ese caso cuando él pulsase el teclado se reinfectaría y tendría las convulsiones malignas.
María, la mujer de Agustín, era corpulenta, de apariencia opuesta al frágil aspecto de su esposo. Su tórax era ancho y fornido con brazos largos y las manos grandes. Al contario de su marido sonreía mucho, lo que ampliaba su ampulosa cara de carrillos sonrosados y labios prominentes. Su ocupación preferente eran las labores del hogar por lo que habitualmente vestía un batín de andar por casa y unas zapatillas de fieltro con suelas de goma. Esa mañana María tenía en su cabeza la limpieza a fondo del despacho de su marido.
Aprovechando su ausencia, María limpió todos los recovecos del despacho, sobre todo debajo del enjambre de cables que rodeaban al ordenador. Tenía miedo de que le diese la corriente así que, como otras veces que estaba sola, desconectó la regleta que daba la electricidad a todos los aparatos. Cuando acabó no le fue difícil encender el ordenador, como había hecho en otras ocasiones, para que su marido no se percatase de nada, pues no le gustaba que le tocaran sus cosas.
María estaba en la cocina cuando oyó a su esposo abrir la puerta.
―¡Hola! -le dijo desde lejos-. ¿Cómo te ha ido?
―Todo bien -le respondió Agustín-, y se fue a su despacho.
María estaba cocinando cuando oyó un golpe seco seguido de ruidos sordos como de muebles moviéndose. Al abrir la puerta del despacho vio a Agustín en el suelo, inconsciente, con los labios amoratados, espuma por la boca y convulsionando sin parar. Desesperada sin saber qué hacer gritó auxilio, y su vecina llamó a urgencias.