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Fernando Mulas

Mi hijo me llama

CARIÑOS QUE MATAN

     Una de las características propias de la especie de los mamíferos evidentemente es la de amamantar, gracias a que sus hembras poseen unas glándulas sebáceas modificadas como glándulas mamarias capaces de segregar la leche que desde los primeros instantes dan, al que acaba de nacer, el sustento alimenticio vital para su supervivencia. Esto marca de por vida el futuro de la relación con sus progenitores, aunque en determinados casos la interacción posterior adquiere tintes peculiares y muy condicionantes.

     En los humanos la dependencia inmediata de sus padres se hace mucho más intensa y prolongada que en muchas especies, siendo sorprendente ver como en algunos documentales sobre la vida animal, el impala, famoso por sus grandes saltos que pueden llegar a más de 10 metros de longitud, al poco de nacer ya intenta  a duras penas mantenerse sobre sus cuatro patas, todavía impregnado del líquido amniótico que su progenitora intenta lamer para limpiarle. De esta manera la cría empieza enseguida a buscarse la vida como puede a sabiendas, por su instinto genético, de que  como no espabile su depredador de turno estará presto al acecho.

     Nuestros hijos vienen el mundo siendo de los más dependientes de las especies animales y maduran mucho más lentamente al principio, como augurio de un cualificado desarrollo intelectual progresivo con la edad hasta el declive de la senectud, aunque no siempre ésta se produce. Una de las características de nuestros recién nacidos es que vienen dotados con una serie de reflejos que denominamos primitivos o “arcaicos”, cuyo análisis y presencia nos permite, a quienes hacemos la exploración clínica neurológica, valorar la normalidad de su funcionamiento fisiológico en el momento de nacer y durante los primeros meses de vida.

     El reflejo mas conocido y evidente es el llamado de “succión” en donde el recién nacido de forma automática se aferra al pezón materno, o a la tetina, con ansia devoradora centrado en su supervivencia sin otra preocupación. De ahí tal vez el calificativo muchas veces empleado por los niños y adultos de la palabra “chupón”, no solo referida al que no pasa la pelota durante el juego del fútbol sino incluso a la política. Hay otros reflejos arcaicos muy peculiares como el reflejo de prensión dorsal (RPD) en el que manteniendo al niño boca abajo en la palma de una mano, al presionar con un dedo de la otra mano en un costado del tórax, el bebé curva su cuerpo hacia ese lado, y viceversa si se presiona en la parte opuesta.

     Pero el reflejo más simpático de todos es el llamado “de la marcha”, que hace las delicias de los papás y abuelos embelesados cuando, sujetando al bebé en suspensión por las axilas, lo ponemos erguido para que roce con la planta de un pié la mesa o camilla de exploración. Entonces automáticamente extenderá la otra pierna hasta que su pié contacte con la mesa, estimulando de nuevo la extensión la pierna contraria y así sucesivamente. Estamos entonces provocando el llamado “reflejo de extensión cruzada” de forma repetitiva y si el examinador es hábil y desplaza ligeramente el cuerpecito hacia adelante parecerá que el niño tiende a caminar, con gran regocijo de todos los presentes.

     Lo que ocurre después es que pasados los primeros meses todos estos reflejos primitivos o arcaicos, junto con otros no referidos como el tónico asimétrico del cuello, el de presión o el llamado de Moro, van a desaparecer progresivamente en un periodo de unos 4 a 5 meses. Entonces los papás pueden apreciar un tanto perplejos como su hijo deja de “caminar”, siendo todo ello el resultado un proceso fisiológico del neurodesarrollo a partir del cual cada sujeto va alcanzando progresivamente su nivel de maduración correspondiente a su edad, entendiéndose el mismo como el proceso mediante el cual cualquier ser vivo crece y se desarrolla hasta llegar a su punto de máxima plenitud, que en algunas especies es de corta duración  pero que en los humanos dura años, aunque en algunos casos parezca que nunca se logra.

     Progresivamente el maridaje y protección que damos a nuestros pequeños tiene que ir haciéndose cada vez menor, siendo oportuno comenzar en edades tempranas para facilitar, desde los hábitos iniciales de autonomía personal, hasta los aspectos más cualificados de la maduración cerebral, como es el control del impulso inhibitorio que tiene que aparecer fisiológicamente en la edad preescolar, pero que un correcto hábito educacional debe fortalecer.

     En estas fases de los primeros años de la vida es donde debemos controlar las actitudes de sobreprotección hacia nuestros hijos, pues en la mayoría de las ocasiones estos hábitos, más frecuentes en padres primerizos o con hijos únicos, están inadecuadamente enfocados como un exceso positivo de cariño. Ello produce efectos adversos en la madurez de los niños creando actitudes difíciles de corregir, cuando no facilitan somatizaciones y síntomas conductuales que con el tiempo complican la maduración adecuada de los propios hijos y pueden afectar a la convivencia y a la dinámica familiar.

     Sepamos que hay que estar muy alerta a las llamadas de los hijos, cuyo enunciado usamos como cabecera de éste blog, pero sin pasarse en los desvelos de la sobreprotección de los mismos, incluso en los que se vislumbra algún grado de disfunción o de riego en los que habitualmente hay un mayor celo a cuidarlos en exceso. Hay que dejar que la propia madurez cerebral y el neurodesarrollo fisiológico evolucione paso a paso permitiendo que el niño adquiera experiencias progresivas y resuelva las situaciones que le correspondan por su edad y por sí mismo.

     Cuando encabezamos estas reflexiones con lo de que hay CARIÑOS QUE MATAN obviamente es el sentido figurado, pero hay que tener bien presente que si nos pasamos hacemos un flaco favor al proceso madurativo normal de nuestros hijos, aunque sea con la mejor intención de darles todo nuestro mayor cariño. Y si tiene reparos recuerde el refranero español de ¡Quien bien te quiere, te hará llorar!, siendo obvio que en el punto medio siempre está la virtud.

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Blog sobre los retos del desarrollo neuronal de los niños en una sociedad cada vez más exigente

Sobre el autor

Neuropediatra, Doctor en Medicina y Cirugía. Fundador y Director del Instituto Valenciano Neurología Pediátrica (INVANEP). Ex Jefe del Servicio de Neuropediatría del Hospital Universitario La Fe de Valencia (desde 1978 hasta 2013). Ver CV completo


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