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Fani Fernández

Mil piruetas

El eterno masculino

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“¿Cuánto tiempo consumirá la gente cada día en acudir a sus puestos de trabajo?, se preguntaba Tsukuru (…) ¿De cuánto tiempo nos despojan? ¿Cuánto tiempo de nuestra vida se esfuma en esos probablemente absurdos desplazamientos? ¿En qué medida eso nos desgasta y extenúa?”. (De ‘Crónica del pájaro que da cuerda al mundo‘, Haruki Murakami).

A veces te sientes haciendo piruetas con tu tutú y las bailarinas de raso por el asfalto, pendiente del reloj, esquivando empujones, evitando que se te peguen los chicles que tanto cuestan de arrancar. Lo más visible en este momento es este suelo que ves ante ti en la estación de la Plaza España, desgastado al paso de tanto zapato diario. Parte del Don Juan de Zorrilla acontece en una noche de carnaval como esta. Llega tu metro. El vagón ya va medio vacío. Eliges asiento. No quieres ir sola, tienes miedo. Te deja acomodarte ladeando las piernas y sonriéndote. Charla. Observas con disimulo. Rasgos ni marcados ni aniñados. Tiene una mirada confiada, inteligente, tierna y juguetona. Casi con toda seguridad como no has visto nunca otra. Que te mire que no te mire. Te mira.

La encarnación del capricho absoluto, como Don Juan. Agachas la vista. Has de hacerlo. En las páginas de ocio del periódico ves que ha muerto María De Ávila y te enteras de que la galantería histriónica de Arturo Fernández y Albert Boadella llegan a finales de marzo juntos a Valencia con su ‘Ensayando a Don Juan‘, mezcla explosiva que no te piensas perder. Acaba de recoger del suelo algo que te había caído. Te dice algo que te hace gracia, sonríes y respiras hondo y lo saboreas. Algunas alegrías no pueden ni deben despreciarse. Cuando se renuncia a ellas es cuando más se valoran. Como su voz, que suena a toda la poesía de Valente junta en medio de ese vagón. Cada vez aprecias más ciertos gestos. Nos desarman y lo saben. Sin tratarse del piropo ni del halago, hay algo que te envuelve y te descomplica.

Podría ser tu héroe como Johnny Depp en ‘Creep‘ de RadioHead. Y en un momento determinado del viaje piensas: esto es tan fuerte que necesariamente ha de ser compartido. Y tienes la certeza de que podrías darle mucho, mucho tiempo para comprobarlo. La última vez que alguien te sonrió así fue para dejarte hasta bastante tiempo después hecha unos zorros. Elegantemente, eso sí, pero hecha unos zorros. Y te prometiste no depender emocionalmente de nadie, -nunca mais-, así que dices adiós, sonríes y te vas. Qué bien. Dejarlo pasar sin más.

A punto de salir, asidos a las barras, de pie, un grupo de jóvenes parlotea divertidamente sobre un concurso de cartas de amor en Carcaixent. Al parecer uno de ellos quedó finalista. Cuántas conversaciones ajenas has escuchado día tras día regresando a casa. “De las veinticuatro horas del día, pierde dos o tres tan sólo en ir y volver del trabajo. Si tiene suerte, quizá pueda leer el periódico o un libro de bolsillo dentro del tren abarrotado. O, por ejemplo, en el iPod, escuchar sinfonías de Haydn u oír hablar español para aprender el idioma. Otras personas cierran los ojos y se sumen en profundas meditaciones. Sin embargo, pocos afirmarían que esas dos o tres horas sean las mejores y más provechosas de la vida…” escribe Murakami.

Tu parada. Bajas asiendo bien el bolso con el brazo. El frío helado te sacude de golpe el sueño que vienes arrastrando durante todo el día. Por la megafonía no suena de fondo el ‘Fue sin querer‘ de Serrat pero la intuición de una mujer es más precisa que la certidumbre de un hombre (o eso dicen). Te giras. Él también ha bajado. Como una exhalación. Viene hacia ti. El corazón te da un vuelco desorbitado. Cada latido resuena ahora como un martillazo sobre el yunque de tu sien. Ese instante. Fugaz. Eterno.


marzo 2014
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