En mi segundo artículo en este blog, hace aproximadamente un mes, hablamos ya de la propuesta de revisión del PGOU de la ciudad de Valencia. Aunque tengo en el tintero varios temas que los lectores han ido planteándome durante estas semanas, me parece interesante, aún a riesgo de resultar redundante, reflexionar sobre una idea de aquella revisión del Plan General de la capital que ahora recoge también el nuevo PGOU de Alboraya –municipios gobernados por partidos políticos de colores opuestos, dicho sea de paso-, y que parece que pueda generalizarse en el área metropolitana: clasificar una parte de la huerta como parque sin que deje de ser huerta.
¿Qué sentido tiene esta ‘artimaña’? Es sencillo: la ley urbanística vigente en la Comunitat Valenciana impone la obligación de respetar un estándar mínimo de 10 m2 de zonas verdes por habitante en el conjunto del municipio, de los cuales al menos la mitad tienen que estar destinados a parques públicos. Así pues, ambos municipios -si bien Alboraya de un modo más flagrante, pues se ve abocado a esta técnica ante una propuesta excesiva de crecimiento del suelo y una falta sistémica de zonas verdes- han recurrido a clasificar ingentes superficies de huerta como parques públicos de la red primaria, adscribiéndolos a determinados sectores urbanizables residenciales, terciarios o industriales, de modo que los propietarios de esa huerta dejarán de serlo en algún momento y en su lugar recibirán un solar sobre el que edificar –en el caso de los más afortunados-. Ahora bien, los ayuntamientos se han apresurado a explicar que no tienen la intención de reconvertir en parque esta huerta, que ahora está protegida, sino que pretenden que mantenga su fisonomía actual, como espacio agrícola, sólo que de titularidad pública.
Es evidente que mientras que la ley aprobada el año pasado por la Generalitat impone que los ciudadanos tengan para su disfrute al menos 10 m2 de zonas verdes (5 m2 de parques), mediante estas decisiones de los planificadores de Valencia y Alboraya se desvirtúa por completo el contenido de ese derecho, contabilizando como parque lo que, claramente, no lo es. Y es que un parque es un espacio en el que poder realizar actividades de ocio al aire libre, que esté abierto a toda la ciudadanía sin limitaciones por su edad o por sus condiciones físicas; un lugar, donde, en definitiva, se pueda pasear, llevar a los niños a jugar, leer un libro o sacar a los perros. Y la huerta, por sus propias características de espacio eminentemente agrícola, si bien contribuye, a su manera –en mi opinión, excepcional-, al esparcimiento de la ciudadanía del área metropolitana que la envuelve, no sustituye las funciones de los parques.
Más allá de eso, la propia norma autonómica establece qué condiciones de ubicación (centralidad y buenos accesos) deben contar los parques, lo que en los casos de Valencia y, especialmente, de Alboraya (la zona de huerta inmediatamente al norte de la acequia de Vera), no se cumplen en absoluto. De este modo, se priva a los habitantes de estos municipios del derecho que la ley les reconoce a una superficie de zonas verdes y además se les aparta de ellas de forma que, aún si considerásemos la huerta como zona verde (que ni es, ni puede serlo), sería casi imposible para cualquier ciudadano hacer uso de esos espacios en su vida cotidiana por su difícil accesibilidad y lejanía con respecto a los cascos urbanos.
“La huerta no es un jardín”. Esta es una frase que los agricultores repiten con insistencia cuando se habla con ellos de la necesaria protección de la huerta, y no les falta razón. La huerta es un complejo paisaje cultural, fruto de una yuxtaposición de diferentes elementos, pero en el que el elemento agrícola es el principal; y es que la huerta no existiría sin agricultores ni sin actividad agraria. La forma adecuada de proteger la huerta no es convertirla en un intento de parque escasamente concretado (un ejemplo de ello lo tenemos en Sociópolis), sino tomando medidas para su dinamización, que, por cierto, no se encuentran por ninguna parte en los planes.
Por supuesto que es legítimo que los ayuntamientos decidan políticamente que desean poner espacios de huerta pública a disposición de los ciudadanos, pero el mecanismo será otro –se me ocurren varias opciones, todas ellas, creo, viables, para conseguirlo sin un excesivo coste para las arcas públicas o incluso sin coste alguno-, y en ningún caso el de sustituir las zonas verdes; los parques que la ley, la teoría de la ciencia urbanística y el sentido común reconocen como un derecho imprescindible para el desarrollo de la vida en la ciudad, especialmente para los niños y las personas mayores.
No debemos volver a los tiempos previos a la explosión de la burbuja inmobiliaria en que las decisiones en materia urbanística se tomaban en función de cálculos económicos de despacho que favoreciesen las ansías urbanizadoras de ayuntamientos desesperados por obtener fondos con los que financiar sus promesas electorales. No. Los ciudadanos necesitan un respeto absoluto a las buenas prácticas, especialmente en el urbanismo; y pasar de puntillas, burlando la ley, en un aspecto que afecta tan de pleno la vida cotidiana de las personas, no parece, en absoluto, una buena práctica.