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Víctor Soriano

Reinterpretando el mapa

No sin mi parking

En estos días se cumplen 150 años del derribo de la muralla de Valencia, la primera de las grandes revoluciones urbanísticas de la ciudad en tiempos modernos. Se dice que la salubridad, la higiene y el necesario crecimiento de la ciudad fueron las causas de la remoción de una obra de defensa que, de hecho, ya llevaba décadas caduca. En realidad, esas razones no son sino con las que se justifica una decisión que viene impuesta por su tiempo.

El urbanismo, como la moda, la gastronomía, el arte… cambia junto con la sociedad con el transcurso del tiempo. La muralla, que había sido imprescindible desde tiempos romanos, acabó por ser una molestia que urgía eliminar. Ahora nos enfrentamos a un nuevo cambio en la relación de la sociedad con la ciudad. El automóvil, rey de la urbe desde que se popularizara a mediados del siglo pasado, está cediendo espacio muy lentamente a la reivindicación ciudadana de recuperación de la ciudad para las personas. Los cambios empiezan muy tímidamente a notarse, por ejemplo, cuando el Ayuntamiento de Valencia anuncia que reordenará los chaflanes del Ensanche para ganar superficie para el peatón. Teniendo en cuenta lo limitado del espacio público en las ciudades, es muy importante darse cuenta del brutal desperdicio que supone dedicarlo casi en exclusiva a desplazarse por él en vez de a estar en él. Debemos recuperar progresivamente las calles y plazas, en las que moverse en coche de un sitio a otro ha sido hasta ahora el uso principal, para consagrarlas como lugares para las personas, en los que los vehículos sean actores secundarios y que sirvan, sobre todo, para disfrutar de ellas.

Pero más gravoso para el espacio público que la superficie que dedicamos a los carriles que los coches utilizan para desplazarse es el almacenamiento masivo que hacemos de esos coches en las calles. Imagine que yo dejase en una plaza, frente a mi casa, un contenedor, de los que se cargan y descargan en el puerto, para usarlo de trastero. ¿Qué diría usted? ¡Vaya loco!, ¿no? ¡Cómo podría yo pretender que se me tolerase ese privilegio! Pues eso lo hacemos todos diariamente cuando ocupamos unos 10 m2 de calle para aparcar el coche. En otros países con una geografía urbana que les ha hecho mucho más dependientes del automóvil se celebran incluso fiestas para recordar la cantidad de espacio que se pierde para usos sociales por la superficie destinada a aparcamientos. Son los “Park(ing) Day”, en los que estadounidenses y canadienses salen a la calle a reconvertir por unas horas las plazas de aparcamiento en pequeños parques.

 


Personas celebrando el “Park(ing) Day” en una ciudad estadounidense. Fuente: Park(ing) Day Day Nashville

Hace tiempo que decidimos que la mayor parte del apreciado espacio público de la ciudad solo debería servir para aparcar coches. Que una pareja de ancianos se siente en un banco, que unos niños jueguen,  sacar a las mascotas, o, simplemente, ir a la compra dando un paseo, son actividades que decidimos, colectivamente, poner por debajo del almacenamiento de coches cuando exigimos priorizar el aparcamiento. Y no simplemente el aparcamiento, sino el aparcamiento gratuito, que políticos de todos los colores ha reivindicado como una especie de derecho social a dejar nuestro coche donde nos convenga, cueste lo que cueste. Pero aparcar, y en eso estamos de acuerdo todos los urbanistas -e imagino que casi ninguno de los lectores-, es un privilegio, no un derecho. Y, aunque parezca mentira, estando tan de moda criticar las privatizaciones de lo público, la más cotidiana de ellas, la de ocupar la calle con nuestros coches, acumula el mayor número de fervientes defensores. Para muestra, un botón. No hace mucho que escribí un artículo sobre la revuelta social que provocó, en la pequeña y tranquila ciudad de Burgos, una reducción de plazas de aparcamiento, pese a ser una urbe que se abarca a pie con suma facilidad.

 

Pancarta de un partido político reivindicando el “derecho” al aparcamiento gratuito en un municipio del A.M. de Madrid.  Fuente: Anónimo

 

La siguiente gran revolución de las ciudades, en la que tenemos que embarcarnos con urgencia, es la de la marginalización, más que del coche, del aparcamiento -pues el acceso rodado a propiedades, carga y descarga, emergencias y transporte público, es inevitable y necesario-. Y para ello no es tan útil reducir el número de coches como cambiar la forma en que los usamos, es decir, cambiar nuestras costumbres en cuanto a la movilidad urbana. Todos los habitantes de las ciudades ganamos en calidad de vida cuando, reduciendo el espacio destinado a aparcamientos, incrementamos el destinado a las personas. Pero para ello hemos de renunciar, de partida, al aparcamiento gratuito y aceptar que nuestro coche debe pasar la mayor parte del tiempo en garajes privados, parkings públicos o, allí donde sea imprescindible, áreas de estacionamiento controlado (zona naranja) y sólo utilizarlo en aquellos desplazamientos en que sea estrictamente necesario, recurriendo, para nuestros viajes cotidianos, al transporte público, la bicicleta, al car-sharing (servicios de alquiler de coches compartidos, como ‘Valenbisi’, pero con utilitarios eléctricos)… o lo mejor, movernos a pie, algo tan agradable en nuestra latitud.

En definitiva, tenemos que cambiar nuestra forma de ver la movilidad en la ciudad. En estos meses he leído muchas críticas a las obras de reurbanización auspiciadas por el Ayuntamiento de Valencia que suponían una pérdida de aparcamientos para ganar espacio para carriles bici y aceras; y quiero romper una lanza en defensa de cada actuación que reduzca en almacenamiento de coches para ganar en lugares para las personas. Aunque sea a pesar de que los conductores –y yo el primero- tengamos que internalizar los costes que ahora le generan a la sociedad nuestros vehículos. La polémica está servida.

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Sobre el autor

Víctor Soriano i Piqueras es abogado y profesor de Derecho Administrativo. Tras graduarse en Derecho y en Geografía y Medio Ambiente realizó un máster en Derecho Ambiental en la Universidad 'Tor Vergata' de Roma, además de otros estudios de postgrado, y ha publicado, entre otros, el libro "La huerta de Valencia: un paisaje menguante".


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