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Víctor Soriano

Reinterpretando el mapa

Los colores de la huerta y las miradas miopes

La huerta, cuestión cíclicamente debatida en nuestra ciudad, suscita pasiones encontradas. No por la recurrencia de las discusiones hemos avanzado en el entendimiento social y político sobre la otrora omnipresente y hoy decaída pieza principal de nuestro territorio. Yo mismo me siento, cuando hablo de la necesidad inminente de la preservación -nótese que no digo protección- de la huerta, una de nuestras señas de identidad, que ahora están tan de actualidad, como un extraño animal desubicado en este ecosistema de discursos políticos, que no profesionales ni académicos, que abordan la cuestión denotando una miopía digna del mismísimo Rompetechos de Francisco Ibáñez.

Muchas voces preconizan la caducidad de las ideologías, que no hay rojos y azules. Y tengo la sensación de que, con la huerta, sea más acertado hablar de otra contraposición no menos radical y sin visos de entendimiento: la de verdes y grises. Por una parte está el gris del hormigón, que igual combina con el azul del popular Alfonso Novo que con el rojo de Miguel Chavarría -el alcalde socialista de Alboraya-. Muchas veces es el color de la indiferencia por la huerta, de la especulación, de la urbanización salvaje en búsqueda de ingresos con los que financiar promesas electorales… y otras simplemente es la postura que surge de la tradicionalísima lógica de pensar justo lo contrario que el adversario político. Al otro lado, el verde, sea de la chufa o de la lechuga. Más amigable y sin duda más proteccionista, pero no siempre más preservacionista. El verde, que habla de soberanía alimentaria e incluso -como he visto esta semana en un evento sobre la huerta- de «lucha campesina» (me pregunto en qué siglo vivirán), pero que entiende la huerta como un jardín. Un verde que, normalmente, combina sólo con el rojo y que contribuye, además, a alejar a los que no se sienten cómodos vestidos de rojo de la defensa de la huerta y que, como el gris, no es nada realista.

Pero que nadie se equivoque, el color de la preservación racional de la huerta no es el gris ni el verde, ni el rojo ni el azul. Es el marrón de la tierra que trabajan los agricultores, sin los cuales no existiría el paisaje cultural de inmenso valor que es la huerta, sino sólo tierra baldía. Como decía, no basta con proteger la huerta porque no es un espacio natural ni un jardín, sino que hay que dinamizarla para garantizar una rentabilidad agraria y ¡terciaria! (con usos alternativos compatibles con los tradicionales) que haga viable su existencia a largo plazo. Y en este punto es donde se debe exigir la confluencia de rojos y azules, que poniéndose el traje marrón, puedan hacer cambiar de opinión a sus compañeros de filas anclados en el peligroso gris y el irreal verde.

El más dispuesto a lucir el marrón de la preservación, y desde estas líneas le felicito por ello, es el candidato popular a la alcaldía de Almàssera, Emilio Belencoso, que no duda en debatir sobre la huerta sin el tradicional miedo de la derecha a ponerlo sobre la mesa. Sin duda, su postura más que acertada y convencida del valor del paisaje cultural de la huerta y de la importancia de los agricultores le da la facilidad de hablar sin cortapisas de protección y dinamización en un municipio en que todo su suelo no urbanizable está protegido y cuya huerta está catalogada en el máximo nivel de protección, algo que sólo se repite en Alboraya, cuya clase política -con la salvedad de Àngels Belloch (Compromís) y Mamen Peris (Ciudadanos)- merece muchos más reproches que elogios, en su convencimiento de arrasar con la huerta protegida con un plan general que, por cierto, la Generalitat, comandada por otro elogiable marrón, Juan Giner -que podría ser concejal de urbanismo de Valencia en la próxima legislatura-, nunca aprobaría por ser contrario a la ley y a la Estrategia Territorial autonómica.

Pero más allá de nombres y de colores, urge debatir -y para ello las elecciones de mayo son una buena excusa- con serenidad y sin radicalismos del futuro de la huerta, que es el futuro de nuestra ciudad y nuestro territorio, y que está comprometido si no tomamos decisiones con determinación (el 64% de la huerta de Valencia ha desaparecido desde 1956). Hay que aprovechar el tirón de este año tan electoral, en el que la huerta ha reconquistado sorprendentemente páginas en los periódicos, para conseguir compromisos necesarios para no condenar un valor excepcional para Valencia como es tener al final de cada calle lo que, en la inminente Expo de Milán, se va a presentar como un objetivo irrenunciable -pero lejano- de sostenibilidad, que nosotros ya disfrutamos y no valoramos.

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Sobre el autor

Víctor Soriano i Piqueras es abogado y profesor de Derecho Administrativo. Tras graduarse en Derecho y en Geografía y Medio Ambiente realizó un máster en Derecho Ambiental en la Universidad 'Tor Vergata' de Roma, además de otros estudios de postgrado, y ha publicado, entre otros, el libro "La huerta de Valencia: un paisaje menguante".


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