La apertura dominical de los comercios y, en especial, de las grandes superficies en los centros urbanos ha despertado la polémica en todas las ciudades donde se han implantado normas de liberalización de los horarios comerciales. Desde el primer caso en España, el rotundo éxito de Madrid, hasta la reciente ley francesa que, siguiendo el modelo español, determina zonas de afluencia turística en París en las que los grandes almacenes pueden abrir todos los días, estas decisiones siempre han ido acompañadas de críticas e incluso de manifestaciones de algunos agentes –sindicales, corporativos- que se presentan como perjudicados.
Frente a la oposición a la apertura dominical de los comercios, el argumento –fortalecido gracias a la crisis- del incremento de las ventas y de la creación de empleo es, sin duda, el que ha tomado más fuerza, pero no es el único. Que los comercios, como hace décadas que ya hacen los cines y restaurantes, abran todos los días del año tiene beneficios notables para la ciudad desde la perspectiva social y ambiental si se aborda el debate con la visión del urbanista.
Los centros de nuestras ciudades, con un modelo urbanístico compacto mediterráneo, adolecen de una fuerte concentración de usos. Como los campus universitarios o los distritos empresariales –más frecuentes en las ciudades de otras latitudes-, en los centros urbanos, generalmente también centros históricos, de las ciudades españolas, la presencia comercial es arrolladora. Esto tiene ventajas –para la movilidad, la propia actividad comercial o la vida social de la ciudad-, pero también un gran inconveniente: cuando los comercios están cerrados, los centros urbanos pierden su principal elemento atractivo hacia los habitantes de la metrópolis, quedando desiertos.
El barbecho al que se someten cada día festivo muchos de los distritos más monofuncionales de los centros urbanos españoles –las calles Colón y Juan de Austria de Valencia son un ejemplo clarísimo-, como ocurren con los campus universitarios cerrados o con los distritos empresariales o industriales, supone que los lugares centrales de las ciudades, los mejor conectados mediante transporte público y los que suelen albergar los espacios públicos de mayor calidad, se conviertan en un enorme despilfarro de recursos públicos durante más de dos meses al año –sumando domingos y demás festivos-, al tiempo que los citadinos buscan lugares alternativos donde puedan encontrar cierta animación y no calles desangeladas, lo que les obliga a comportamientos mucho menos sostenibles, a desplazamientos más largos y siempre en vehículo privado y al fomento del sprawl comercial y de ocio periurbano. Así pues, los recursos públicos que se han destinado para el dimensionamiento de los servicios y de las infraestructuras que sirven a los viajeros pendulares que cada día laboral hacen masivamente los desplazamientos desde sus domicilios hasta los centros urbanos quedan infrautilizados, dificultando su sostenibilidad económica y la sostenibilidad ambiental del conjunto de los desplazamientos.
Pero eso no es todo. Sería absurdo desaprovechar la capacidad de los centros urbanos como lugares de encuentro de la ciudadanía, siendo aquellos los espacios idóneos para que surjan manifestaciones culturales, artísticas y sociales de todo tipo, que enriquecen a la ciudad, además de actividades económicas alternativas o innovadoras que se benefician de la concentración de personas y de ambiente distendido y familiar de las jornadas festivas. Es indiscutible, pues ha quedado más que probado con estos años de experiencia de libertad horaria, que el incentivo necesario para recuperar la vitalidad de los barrios comerciales en domingos y festivos era la apertura de las grandes superficies –cuyo poder atractivo, además, incentiva la apertura de la demás oferta comercial-.
La apertura comercial en domingos y festivos en los centros urbanos no aporta sólo beneficios para los comerciantes y sus trabajadores sino, en definitiva, para toda la sociedad. La libertad horaria se puede presentar y defender como una política urbana progresista de promoción de la vida social, aprovechamiento de los recursos públicos invertidos en los servicios –principalmente, en el transporte público- y sostenibilidad ambiental, más allá de su más notoria vertiente económica mientras que, por el contrario, la limitación de la actividad mediante el bloqueo horario de los comercios es un comportamiento reaccionario que pone coto al derecho a la ciudad.