Aunque para casi todos ha pasado inadvertido salvo por encuentros casuales con verduras gigantes esparcidas por las calles, la capitalidad mundial de la alimentación sostenible ha recaído este año en Valencia. Es el camino que abrió Milán, en su Exposición Universal, poniendo los alimentos –y sus lugares de producción- en el centro del debate global para este siglo. Y Valencia, rodeada del mayor y más antiguo espacio agrícola periurbano del mundo occidental debe ocupar en él un lugar privilegiado.
La huerta es una oportunidad extraordinaria, pero también es un problema estructural de una metrópolis que le da la espalda. La mitad de la huerta que existió en Valencia desde tiempos romanos ha desaparecido en el último medio siglo. Es una realidad incontestable. Y no porque los datos sean míos: cualquiera de nuestros mayores nos dirá aquello de ‘tot això era horta’ en un paseo por la ciudad –hasta 1956 había más de 15.000 hectáreas de huerta, de las que hoy apenas quedan 6.000-.
La huerta se pierde, sí. Pero –por polémico que resulte- no es la urbanización su mayor enemigo. La primera causa de desaparición de miles de hectáreas de huerta es la baja rentabilidad de las explotaciones, que lleva a la falta de relevo generacional y, de ahí, al abandono o a la transformación de cultivos.
Y es que, por muy evidente que parezca, la huerta no es un jardín, ni un espacio natural que podamos proteger, sin más, esperando que sobreviva. Ya en 2014, en la edición en papel de Las Provincias, advertía de que la necesaria protección de la huerta ante las tentaciones urbanizadoras ha de pasar por preservarla como espacio productivo. Cualquier otra decisión la condena irreversiblemente a la desaparición como paisaje cultural. La huerta, sin actividad agrícola –que es una actividad económica-, sólo sería un páramo desolado.
Pero, pese a la obviedad de que la huerta es una industria verde que no puede pervivir sin que se la dote de formas de rentabilidad alternativas a la agrícola, como los usos terciarios complementarios –desde hostelería hasta servicios profesionales-, que puedan ser compatibles con la agricultura, las políticas van encaminadas hacia lo contrario.
Poco importan los colores: no es anecdótico, sino una buena muestra de la visión imperante, que Ciudadanos defendiese hace pocos años en una proposición parlamentaria –en la que, por cierto, se me cita con poco tino- que la huerta se convirtiese en un parque temático. Y es que esa idea –la huerta como parque temático- subyace cada vez que se pone sobre la mesa la necesidad de preservación del huerta.
Esta semana el Consell ha vuelto a insistir, con una versión renovada pero continuista de su propuesta de Plan de la Huerta, que no por bienintencionado está menos desnortado. Se trata de un plan que roza el ridículo, como con la regulación de la decoración cerámica de las puertas, y que araña la ley, al negarse a la evaluación ambiental, invadir competencias municipales y carecer de la más mínima evaluación económica, además de otros motivos; pero, sobre todo, es un plan cuya visión sesgada –quizás, obcecada- y partidista lleva a una condena de la huerta a la desaparición por su hiperproteccionismo irreal e irrealizable.
Y también, de su mano, vuelven las cargas con la Ley de la Huerta, hermana del Plan: la herramienta largamente deseada que debió ser clave del apoyo al agricultor, ayudando a financiar las políticas de preservación, pero que se ha convertido, tras pasar por las manos del Botànic, en una amenaza expropiatoria para los propietarios sin verdaderas garantías de éxito, y cuya manifiesta inconstitucionalidad ya se ha advertido desde todos los flancos políticos y jurídicos.
Es un grave error penar al agricultor por la regresión de la huerta, forzada por los tiempos y las necesidades de la ciudad; y mayor es el error de proteger un paisaje vivo privándole de cualquier perspectiva del aire que necesita: sólo la rentabilidad económica garantiza el porvenir de la huerta, ante el abandono de campos, la falta de relevo generacional y el cambio de cultivos. Y este es el mejor momento para tomar decisiones que, desde el consenso, eviten que en las próximas décadas veamos desvanecerse un paisaje cultural único en el mundo y clave para el futuro de la ciudad, que podría ser el mejor icono del siglo de revolución de la alimentación.