Quizás a muchos lectores de este espacio les sorprenda después de un verano -que acabamos de abandonar- en el que habrán podido disfrutar de las vacaciones tomando una copa de vino con las mejores vistas de Nueva York, París, Londres o incluso -y a regañadientes de su Ayuntamiento- Madrid. Se trata de los famosos áticos o azoteas, a veces apodados por sus términos ingleses (penthouse, rooftop), con bares que pueblan las últimas plantas de muchos de los hoteles y edificios singulares de las grandes ciudades.
Y es que, las vistas desde lo alto son las más demandadas -y cotizadas-. No en vano, de un tiempo a esta parte, las denostadas viviendas de los últimos pisos en las ciudades europeas se han revalorizado de un modo escandaloso cuando, no mucho tiempo atrás, eran los espacios marginales en los edificios (como las pequeñas chambres de bonne parisinas, destinadas al servicio doméstico y ahora arrendadas en su mayoría a estudiantes; o las viviendas de portero, mucho más españolas).
Ese fenómeno no es ajeno a la hostelería: algunos de los mejores restaurantes (en Valencia, incluso alguno galardonado por la guía Michelin) y los bares más chic pugnan por esas últimas plantas o incluso las siempre abandonadas azoteas… pero se encuentran con el (casi) siempre infranqueable muro de la anquilosada Administración española que, en su tarea hercúlea por no despojarse nunca de la mácula larriana del ‘Vuelva usted mañana’, siempre está pronta a imponer obstáculos a cualquier innovación, por muy beneficiosa que sea.
Cualquiera diría que la recuperación de los espacios más abandonados -esas azoteas- en ciudades densas, donde se intensifican las críticas a las terrazas en el espacio público, y en las que gozar de una vista amplia y despejada es un privilegio restringido a los cada vez menos afortunados que pueden pagar un ático, sería bien acogido tanto por los usuarios como por una administración -urbanística y ambiental- garante de sus derechos. Se hubiera equivocado.
Dejen de mirar hacia arriba buscando el oasis urbano para el afterwork semanal porque, en Valencia, como ha ocurrido en otras ciudades españolas -anticipaba la batida de hace unos años del consistorio madrileño contra los áticos-, estos bares con vistas están prohibidos por la normativa urbanística ochentera y nunca revisada, que el Ayuntamiento aplica con increíble ahínco, a pesar de sus posibilidades interpretativas. Tanto es así que, actuaciones de sumo interés para la rehabilitación de edificios de importante valor patrimonial, están encalladas por la imposibilidad de adaptar las nuevas realidades a unas normas obsoletas.
Sorprendentemente para muchos, no pueden realizarse actividades de ningún tipo (lo que incluye la prohibición no sólo de cafeterías, sino también de piscinas o espacios culturales o recreativos comunitarios) en las partes de los edificios que no se consideran plantas -y la azotea no lo es, según las Normas Urbanísticas de Valencia, porque no está cubierta-.
Así que, ya saben, las vistas de la ciudad sólo pueden disfrutarse bajo techo, porque si no son ilegales y garantizan una sanción y la orden de cierre. Toda una contradicción en una ciudad con 200 días soleados al año. En algún momento habrá que cambiar un Plan General que nos impone normas caducas que ya estaban anticuadas cuando se redactaron en 1988. Y es que es imposible, con el humor simpsoniano del que gustaba hacer gala a la eterna alcaldesa Rita Barberá, no pensar en que tenemos a un señor Burns tapándonos el Sol.