Las recientes dos semanas de huelga de taxis en Madrid han convertido a la capital en un experimento a escala real de una ciudad sin coches vagando sin destino ni pasajeros, algo impensable en ninguna otra gran urbe global. Con unos quince mil taxis menos circulando por la Villa y Corte, los madrileños han experimentado una fluidez del tráfico inusitada, sobre todo en las horas punta y las calles más céntricas. «Que no vuelvan los taxis» era el comentario más habitual en las charlas de ascensor.
Gracias a este experimento hemos podido constatar lo que casi todos los expertos ya suponían: los taxis, que circulan de media cinco veces más que un coche particular y a una velocidad muy inferior, son responsables -a diferencia del transporte público y el car sharing eléctrico- de una cuota de la contaminación y la congestión en las ciudades muy superior al porcentaje que representan del parque móvil.
Pero la congestión causada por los taxis no es un problema nuevo para algunas ciudades. Hace pocos días, el alcalde de Nueva York ha anunciado una medida polémica y que ya está en los tribunales: los taxistas tendrán que pagar un impuesto (unos dos euros) cada vez que se adentren en el corazón de Manhattan, mientras que podrán evitarlo si no trabajan en el centro de la ciudad. Se busca con ello reducir la mítica congestión en las calles de la Gran Manzana que tan fielmente ha reflejado el cine y la contaminación que genera. Con ello, además, recaudarán mil millones de euros para el transporte público.
Mientras tanto, en España, los taxis contribuyen mucho menos a paliar la polución que los demás usuarios de las vías públicas, gracias a un régimen fiscal privilegiado que exenciona la compra de coches para destinarlos a taxi de los impuestos ambientales que pagamos los demás propietarios de vehículos y a que sus vehículos, dudosamente considerados como servicio público, no soportan las restricciones al tráfico que progresivamente imponen los ayuntamientos y disfrutan de normas que no les imponen la espera en paradas y les incentivan a circular ‘de vacío’ por la ciudad a la búsqueda de clientes.
La pregunta que está en el aire es si deben los propietarios de taxis internalizar los costes ambientales que general -mediante un impuesto ‘pigouviano’- o si, en cambio, es la sociedad quien ha de soportar los perjuicios que ese negocio genera a cambio del servicio que recibe. Los neoyorquinos ya lo tienen claro…