Usted seguramente no lo sabe, pero ya hace dos años que Valencia fue capital mundial de la alimentación sostenible. Un título que viene de la mano de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura. Poco importó pues entonces el evento pasó sin pena ni gloria, más que con algunas verduras de grandes dimensiones plantadas a modo de falla en los lugares estratégicos de la ciudad.
Ahora, Valencia ha ganado la capitalidad mundial del diseño para el año 2022, un título que otorga una asociación que se define a sí misma como la voz de la industria del diseño. Reconózcalo: seguro que usted no sabe lo que es, y yo debo decirle que tampoco. La pompa con la que salta a toda la prensa valenciana el anuncio de tal gesta –y la absoluta irrelevancia para el resto de España y del mundo-, más que para la alegría, da para un triste relato de decadencia.
No es nuevo. Hace unos meses que The New York Times publicaba una lista de destinos en Europa para huir de lo masivo. Valencia aparecía en ella -no se emocione, a las semanas publicaron un artículo monográfico sobre Cádiz- para gozo de toda nuestra opinión pública, que no reparó que, mientras al Cap i Casal se le presentaba al nivel de Lucca, Delft y Olomuoc –tres ciudades del tamaño de Torrent- en un suplemento turístico, en las páginas de actualidad nunca aparecerá el nombre de la ciudad. Pero nos consuela el suplemento turístico, como consuela la torta a quien no tiene pan.
Valencia vive en horas bajas. La desmedida celebración de un reconocimiento sin importancia es una prueba fehaciente de ello. Es un síntoma del resurgir de un provincianismo que creíamos –falsamente- superado, en una ciudad con una oferta cultural y comercial en mínimos de este siglo a pesar de un auge del turismo que, por lo menos, disimula a golpe de low cost los modestos avances en las conexiones internacionales de la ciudad. No son tiempos de grandes cosas.
Los grandes acontecimientos están mal vistos. Antes incluso de la derrota electoral del Partido Popular, en el año 2015, el gobierno de Alberto Fabra se encargó de sepultar buena parte de ellos. Con la llegada del tripartito al Palau de la Generalitat y al Ayuntamiento de Valencia acabaron los demás. Recordaban demasiado al pasado de vino y rosas. A los días en que el mundo nos miraba, como habrían dicho en Canal 9. El miedo al fantasma del pasado los ha sepultado. O quizás es el complejo de pensar en pequeño de nuestros gobernantes. Ese que la izquierda y el nacionalismo de otras grandes ciudades de nuestro entorno no tienen.
Ahora celebramos que una asociación desconocida elige a Valencia en una pugna con Bangalore –una ciudad india tan enorme como intrascendente- para no está muy claro qué, ni tampoco está muy claro por cuánto. Al menos es una distracción para no ver cómo Valencia pasa, con más pena que gloria. Para no ver cómo la crisis de la que venían a rescatarnos se ha quedado aquí de vacaciones. Quizás es que leyó la reseña en The New York Times y encontró un billete barato con Ryanair.