>

Blogs

Víctor Soriano

Reinterpretando el mapa

Invierno en Nueva York

La Gran Manzana es el destino más popular para los europeos fuera del continente y, aunque Nueva York es ideal en cualquier época del año, el invierno es la estación de menor afluencia turística y con más vida real. No importa que hayan pasado las fiestas navideñas y con ellas algunos de los atractivos icónicos de los meses fríos en Manhattan, como la decoración en la fachada de los grandes almacenes Saks de la Quinta Avenida, pues todavía se siente cierto ambiente festivo: la iluminación estacional sigue decorando las calles –al menos, hasta el Año Nuevo lunar, como la corrección política americana obliga a llamar a la festividad china- y la famosa pista de patinaje sobre hielo del Rockefeller Center está abierta hasta la primavera.

Los inviernos de la Ciudad, como la llaman los locales, no son más duros que los de cualquier urbe del interior de España y, salvo por algún temporal de frio polar de los que también sufrimos en este lado del Charco, se puede pasar el día callejeando Manhattan sin más abrigo que el que usaríamos en un día frio de Madrid. O incluso llegar a pasar calor, bajo las luces incesantes de Times Square, la plaza en la que es de día a cualquier hora del día.

En cambio, el invierno trae consigo dos magníficos espectáculos: las icónicas estampas neoyorquinas nevadas y los lagos helados de Central Park. Además, se lleva a la mayoría de los turistas, por lo que atracciones que hay que descartar en los meses de verano o incluso en la primavera y buena parte del otoño, como los miradores del Empire State Building o el One World Trade Center –los edificios más altos, respectivamente, del Midtown y el Downtown de Manhattan- son, en cambio, una opción tranquila y divertida de conocer la urbe.

La vida cultural es apasionante en la ciudad que nunca duerme y el invierno nos ofrece disfrutar de la ópera en uno de los más afamados teatros del mundo: la temporada de la Metropolitan Opera House (conocida como ‘The Met’), como en la mayoría de las óperas, comienza en otoño y termina al final de la primavera. Cualquier excusa es buena para escuchar una pieza clásica, con montajes escénicos propios del gusto italiano –del que los neoyorquinos están cerca quizás más por esnobismo que por decisión-, en el auditorio en que se han consagrado todas las grandes voces del panorama internacional.

Pero no solo es ópera, el trasiego por los escenarios neoyorquinos es incesante y, a la misma hora, puede comenzar una representación operística, una de ballet y un concierto sinfónico, los tres en el mismo complejo: el mítico Lincoln Center, un espacio de arquitectura moderna y reminiscencias neoclásicas, que es el mayor centro artístico del Nuevo Mundo. Eso sin olvidar los teatros de Broadway, donde se representan los musicales que más tarde llegan salas en Europa, ni el Carnegie Hall, coqueta sala de conciertos que escuchó las voces de Maria Callas y Montserrat Caballé, entre una infinita lista de celebridades.

Un día invernal soleado  puede comenzar escalando a lo más alto de The Vessel, la última atracción neoyorquina. Se trata de una escultura visitable de 46 metros, equivalentes a dieciséis plantas, que sirve de icono para el barrio más de moda de Manhattan: el reciente Hudson Yards, aún en construcción, donde se agolpan los rascacielos más rompedores y modernos de la ciudad, frente al río (ahí ya ría) que le da nombre. Desde allí, y tras haber visitado el negocio más conocido del chef español José Andrés, un mercado gourmet cuyo nombre (Little Spain) no deja dudas de su avocación a la gastronomía ibérica, podemos tomar la High Line hacia el sur. Este paseo, una versión neoyorquina de la Promenade Plantée parisina, sigue el trazado de una antigua línea de ferrocarril elevado, uniendo el Oeste de 30th Street con el inicio del Greenwich Village.

La imagen que todos tenemos de Manhattan es la de la ciudad estresada, con el café en mano y la pelea por el taxi amarillo en un día lluvioso, entre rascacielos. Y es un estereotipo, pero acertado. Esa Nueva York existe, es la del Midtown donde están los grandes bancos comerciales –los de inversión, en cambio, se agolpan al Sur de la isla, alrededor de Wall Street- y los despachos de abogados de los negocios, en los que siempre hay luz en las ventanas (en eso les diré, por experiencia, que no hay grandes diferencias con las españolas).

Sin embargo, el Greenwich Village es un barrio tranquilo, de casas bajas con sótanos a la inglesa y vecinos anónimos paseando a sus perros o llevando a sus hijos al colegio mientras Sarah Jessica Parker, la protagonista de Sexo en Nueva York (Sex at the City), aparca su coche frente a su puerta; aunque recientemente vendió su casa por unos 15 millones de euros ante el furor turístico que le dificultaba la vida. Las escenas de célebres series neoyorquinas en bares subterráneos como el de Cómo conocí a vuestra madre (How I met your mother, en la versión original) no serán tan fáciles de encontrar, pero enseguida nos vienen a la mente al pasear por ‘el Village’, como popularmente se conoce al barrio que dio nombre al grupo de música disco formado por los franceses Morali y Bololo, cuya fama continúa de la mano de canciones como ‘YMCA’.

Los ‘Village People’ no tomaron el nombre al azar: Greenwich Village no es solo un barrio de Nueva York, también un icono de la lucha por los derechos de homosexuales y transexuales. Fue allí, en un tugurio del Village llamado Stonewall (53 Cristopher Street) donde un 28 de junio de 1968 se iniciaron los disturbios contra la represión policial de las personas LGTB. Hoy conmemoramos ese día celebrando cada año la fiesta del Orgullo y los estadounidenses lo honran habiendo declarado el bar y el parque frente a él como monumento nacional. El Village es un barrio de reivindicación. No muy lejos de Stonewall encontraremos el Washington Square Park, con una estatua de Garibaldi y un arco del triunfo de inspiración parisina construido en 1889 para celebrar el centenario de la presidencia de George Washington, a través del cual nos saluda desde la distancia el Empire State Building mientras escuchamos a algún pianista anónimo amenizar las partidas de ajedrez de los paisanos.

Unos pasos más allá, podemos abrir boca en Boucherie (99 7th Ave S), un auténtico bistrôt que recuerda a los del Barrio Latino, en el que sirven a cualquier hora cocina francesa con una buena selección de vinos europeos –aunque, como todo el vino en Estados Unidos, a un precio absurdamente prohibitivo- y une enorme barra de bebidas. El postre, en cambio, desmerece al lugar y puede que prefiramos seguir con lo francés en Ladurée, la clásica pastelería parisina que inventó el macaron, que tiene tres tiendas abiertas en Manhattan, una de ellas en pleno SoHo y otra, más discreta, en el sótano del Hotel Plaza, reconvertido también en mercado gourmet.

Y aunque las experiencias gastronómicas europeas son la moda en la ciudad que nunca duerme –prueba de ello es que, además de Little Spain, mueren de éxito los dos Eataly de la urbe (World Trade Center y Madison Square Park), y el supermercado gourmet que también sirve comida Le District, en Brookfield Place, frente al puerto deportivo y paseo marítimo de Battery Park, con fantásticas vistas de Jersey City al atardecer-, no debemos olvidar la gastronomía local.

Nueva York tiene, posiblemente, la mayor oferta gastronómica del mundo y, sobre todo, un curioso estilo que persiste en la sociedad americana y británica pero que está muy abandonado el Europa continental, de entender la cena como evento elegante. Por eso, aunque los restaurantes neoyorquinos más a la moda puedan resultar cargantes –al menos, a mí me lo resultan- por el servicio demasiado dedicado de sus camareros, la experiencia lo merece.

Uno de esos lugares, con reserva obligatoria, es The Polo Bar, el restaurante de Ralph Lauren (E 55th St.), donde sirven comida internacional desde una visión americana elegante, y al que conviene asistir bien vestido para no llamar la atención. Por cierto, el diseñador estadounidense propietario del restaurante, que es a la moda masculina lo que Coco Chanel fue a la femenina, se construyó a sí mismo en Nueva York desde que empezara a vender corbatas con su nombre en los almacenes Bloomingsdale’s (59th St.), y su impronta en la ciudad se sigue viendo, desde la vestimenta de los hombres (los neoyorquinos, como sus compatriotas, no son conocidos por su elegancia, pero sí que son mucho más abiertos al cambio estético que en el resto del país) hasta la arquitectura: su tienda más icónica, la que tiene abierta desde 1986 en la Rhinelander House (Madison Ave.), de estilo neorrenacentista francés de un recargamiento angustiante, está declarada monumento nacional.

Curiosamente, si hablamos de cocina local, además de las hamburguesas –yo evito los lugares donde las sirven por ser vegetariano- o los pretzelsde los carritos callejeros, la ciudad de Nueva York ha destacado por reinventar la cocina tradicional del lugar de procedencia de sus inmigrantes. Los italianos, llegados en masa a la Gran Manzana, donde desembarcaban en Ellis Island tras pasar frente a la Estatua de la Libertad, entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX, se acabaron agolpando en Little Italy, barrio del sureste de la isla que poco a poco fue fagocitado por Chinatown, hasta no ser hoy más que una calle con restaurantes para turistas.

Sin embargo, desde Manhattan repensaron la cocina italiana, la internacionalizaron, e incluso inventaron platos o le dieron un nuevo estilo a otros. En Nueva York siempre hay un italiano de moda de cada barrio y, ahora mismo, destaca Casa Lever (390 Park Ave.). Este restaurante, de precio razonable, se ha ganado el momento por romper con el estereotipo de la nonnaitaliana, la madera y los manteles de cuadros, y se abre en un local de un diseño contemporáneo ya algo anticuado para el gusto europeo, que recuerda a los tiempos de Warhol previos a la Movida madrileña. Aunque si preferimos huir de las modas, Cipriani, que ya es una marca internacional de cocina italo-neoyorquina de lujo, es una buena opción, tanto para una cena ligera en su restaurante de Grand Central Station, con vistas al archiconocido hall central, o en otro de sus restaurantes en la ciudad, donde la etiqueta se impone.

El invierno también es una buena estación para las visitas culturales. Los días más fríos de una estancia invernal pueden dedicarse con placer a descubrir los museos que están abarrotados en verano, como el MOMA, el famoso museo de arte contemporáneo de la ciudad que guarda una colección increíble de Picasso (entre sus obras, Les Demoiselles d’Avignon), Van Gogh, Monet o Dalí, así como otras piezas del diseño industrial, la arquitectura, la escultura y la pintura de los dos últimos siglos, que podemos complementar con un paseo por el museo Guggenheim, cuya sede neoyorquina tiene la firma de Frank Lloyd Wright y es, en sí misma, una obra de arte.

En cambio, si nos decantamos por etapas anteriores, la visita al Metropolitan Museum es obligatoria. Ese museo, que junto con las colecciones smithsonianas de Washington, es el gran centro de arte y antigüedades de Estados Unidos, equivalente neoyorquino del Louvre o el British Museum, contiene una selección infinita de piezas artísticas y arqueológicas. Pero, entre su infinita colección, que incluye pintura de Veermer o Velázquez, armaduras y ropas, escultura y artes decorativas de todas las épocas y lugares, dividida en tres sedes, llama la atención el Templo de Dendur, edificación egipcia del siglo I a.C. que fue regalada a los Estados Unidos por su colaboración para el traslado del Abu Simbel –de igual modo que las autoridades egipcias regalaron a España el Templo de Debob que, sin embargo, se encuentra a la intemperie madrileña y no en un museo-.

Aunque, sin duda, lo más curioso para un europeo es la nueva sede que el Met ha abierto al norte de Manhattan, más allá del controvertido barrio de Harlem, dedicado a los claustros y otros elementos arquitectónicos de templos religiosos medievales europeos. Allí, en el edifico acertadamente bautizado como The Cloisters, se pueden visitar iglesias españolas o francesas que fueron desmontadas, trasladadas y vueltas a montar pieza a pieza.

Una alternativa a la intensidad cultural son las compras, para lo que la ciudad de Nueva York es un destino ideal, sobre todo si coincide con un buen momento para el cambio de moneda. Si son míticas sus tiendas de la Quinta Avenida, donde encontramos desde Zara hasta Louis Vuitton –siguiendo la geografía de la vía-, pasando por las flagship storesde todas las grandes marcas americanas y europeas, e incluyendo, por supuesto, la casa Tiffany’s donde Audrey Hepburn desayunaba con diamantes; son los outlet –tiendas con fuertes descuentos- lo que atraen a la mayoría del público extranjero, aunque puedan parecer algo caóticos, desordenados y anticuados a ojos del público europeo. Y si bien todos los grandes almacenes de la ciudad tienen su versión outlet, el Century 21st del Downtown (21 Dey St.) merece una visita, incluso si no se tiene intención de comprar.

Una opción más relajada y elegante para las compras es el SoHo. Este barrio, que toma su nombre de su ubicación al sur de la calle Houston y que recuerda a su homónimo londinense o al Marais parisino, es un barrio tranquilo, de casas bajas, donde se concentran todas las boutiques –incluyendo las que tienen presencia segura en la Quinta Avenida- pero centradas en un público local y no en los turistas, por lo que la experiencia puede ser más agradable y darnos pie a encontrar ropa u objetos distintos a los que ofrecen las grandes firmas internacionales.

A la salida de las compras y antes de que caiga el sol, podemos aprovechar la tarde para tomar una copa en la relajante terraza del SIXTY SoHo (60 Thompson St.), un hotel algo alejado de los principales atractivos de la ciudad pero en cuya azotea se ofrecen bebidas con vistas a ambos lados de la ciudad más bulliciosa: el Downtown y el Midtown. Una alternativa, menos tranquila pero con una vista sobrecogedora del famoso Empire State Building, está algo más al norte, junto al primer rascacielos de la ciudad –el edificio Flatiron-, en la azotea del 230 5th Ave.

Cerramos con ella el círculo de esa Quinta Avenida, una calle nacida a imagen y semejanza de los grandes bulevares europeos y popularizada alrededor del Hotel Plaza que sigue siendo un icono de la ciudad; no muy lejos de la Biblioteca Pública de Nueva York, de acceso libre, y que cuenta con algunas salas –como la cartográfica- con una colección sorprendente de obras de todo el mundo y en todos los idiomas. En esa calle se agolparon, primero, las mansiones más lujosas y luego los rascacielos que serán para siempre símbolo de la ciudad.

Temas

lasprovincias.es

Sobre el autor

Víctor Soriano i Piqueras es abogado y profesor de Derecho Administrativo. Tras graduarse en Derecho y en Geografía y Medio Ambiente realizó un máster en Derecho Ambiental en la Universidad 'Tor Vergata' de Roma, además de otros estudios de postgrado, y ha publicado, entre otros, el libro "La huerta de Valencia: un paisaje menguante".


febrero 2020
MTWTFSS
     12
3456789
10111213141516
17181920212223
242526272829