París: un paseo por la rive gauche | Reinterpretando el mapa - Blogs lasprovincias.es >

Blogs

Víctor Soriano

Reinterpretando el mapa

París: un paseo por la rive gauche

En ocasiones me planteo cómo sería mi vida en otros lugares o qué lugar elegiría si tuviera que hacer las maletas de hoy para mañana, quizás en una de las circunstancias de la vida que para los afortunados occidentales nos son tan lejanas, como el exilio. Otras veces, como estos días de confinamiento en los que escribo, siento la necesidad de pasear por calles distintas a las que veo por la ventana. Mi mente vuela siempre al mismo lugar: París. La Ville Lumière, la más bella ciudad del mundo… son mil los sobrenombres de la capital francesa. París es un lugar central en el mundo y en la historia, una de las no más de tres urbes globales, y uno de esos pocos lugares que todos reconocen sin haberlo visitado, pero que quizás no tantos conocen.

Nuestro paseo por París será hoy mi paseo por París. El que no puedo salir a dar. Por eso os voy a llevar a la rive gauche (margen izquierda, en francés), la mitad de la ciudad que queda al sur del Sena; la menos turística y –a la vez- la más parisina. Porque la imagen de París que todos tenemos, la de la ciudad bohemia, artística, cultivada y discretamente elegante está a este lado del río, a este lado de Francia y a este lado del mundo: la margen izquierda del Sena no son solo unos barrios, también es la historia del siglo XX de todo un país que sigue siendo un imperio cultural y el centro espiritual de una forma de ver la vida. La rive gauche fue al existencialismo lo que Roma al catolicismo y no solo porque Jean-Paul Sartre escribiera sobre el ser y el vacío entre el bullicio sosegado de las cafeterías del 6ème arrondissement, también –y sobre todo- porque nació allí, alrededor de los cafés en los que Sartre y Beauvoir tenían mesa fija, un espíritu intelectual que hoy todavía se conserva.

París nació a este lado del río. La antigua Lutetia parisiorum romana se fundó sobre lo que hoy es la rue Monge, entre el Jardin des Plantes y el mítico barrio Latino, justo donde encontramos el único monumento romano reseñable de la ciudad de la luz: el anfiteatro romano, del que apenas queda la planta. Sin embargo, con la caída de la ciudad romana y su desaparición tras las invasiones vikingas, la ciudad reconstruida en la isla de la Ciudad –donde se encuentra la catedral de Notre-Dame- y expandida sobre la margen derecha, dejó huérfano el otro lado del Sena hasta la irrupción de la universidad, que dio nombre a la rive gauche durante varios siglos: L’Université, por oposición a La Cité –la isla- y La Ville –la margen derecha-, como nos recuerda Victor Hugo en su obra dedicada al magnífico templo gótico.

Podemos comenzar el paseo por el barrio Latino, alrededor de la Sorbonne, sede de la única universidad parisina hasta su disolución tras los acontecimientos de mayo de 1968. Allí nos aguarda la mezquita más grande del mundo occidental, construida a principios del siglo XX en estilo árabe magrebí, y posiblemente la más importante de cuantas podamos visitar quienes no somos musulmanes. Pero el templo más reseñable del quartier no es la mezquita: subiendo en dirección hacia el Jardín de Luxemburgo, que alberga el Senado francés y también el modelo original de la estatua de la Libertad –hoy lo que veremos es una réplica-, que sirvió a Bartholdi para realizar la que fue regalada por los franceses a Estados Unidos, encontramos el Panthéon.

Este templo cívico de estilo neoclásico, auténtica catedral de la religión republicana, que toma el nombre del archiconocido monumento romano erigido originalmente por Agripa, es una construcción civil de planta eclesial, fue concebido inicialmente como iglesia, pero se dedicó posteriormente a honrar a los héroes nacionales franceses de la política, las artes, las ciencias y las letras: desde Voltaire a Véil, pasando por Rousseau, Curie, Monnet, Dumas, Braille, o el arquitecto que da nombre a la calle frente al edificio que él mismo proyectó, una de las más impresionantes de la ciudad, Soufflot –quien, por cierto, se inspiró para su cúpula en otro monumento romano: la iglesia de la Academia de España -. Al menos para mí, la sensación mística que ofrece este edificio en el que se siente el peso de la historia y de la libertad es incomparable y quizás solo se le acerque, por la voluptuosidad arquitectónica, la que ofrece la basílica de San Pedro del Vaticano.

Bajando de nuevo hacia el río que nos guía en este viaje, tras pasar frente a la no menos impresionante iglesia de Saint-Sulpice, que destaca en esta constante mágica y deliciosa de edificios haussmannianos, está la plaza de Saint-Germain-des-Prés, el corazón del barrio más elegante y deseado de París, donde encontramos Les Deux Magots, mi cafetería preferida del mundo.

Allí, sentados en la terraza, con vistas a la iglesia más antigua de París, cuyos orígenes datan del siglo VI, en una plaza amenizada por la música callejera y el reconocible ruido del tráfico sobre el adoquinado de las calles históricas de París. Les Deux Magots, que debe su nombre a la escultura de dos macacos que decora el lugar y que hoy da nombre a uno de los más célebres premios literarios francófonos, es un bistrôt francés fundado en 1885, cuando todavía estaba fresco el recuerdo de Napoléon III y de la reforma de París; posiblemente el más elegante y tradicional de todos ellos, con permiso de su vecino Café del Flore.

En su terraza, atestada siempre de turistas y personalidades locales de la política, de la academia y de las artes, con las sillas perfectamente alineadas como es costumbre en París, a modo de un teatro de variedades donde se sirve comida y en el que el espectáculo es la vida de la ciudad, mientras se recuerda a Picasso, Hemingway, Breton, Aragon o Verlaine, habituales reconocidos del local, se pueden consumir platos sencillos y clásicos de la cocina francesa –como el croque Monsieur o una simple omelette au fromage-, que dejan siempre algo de espacio en el estómago para sus magníficos postres, entre los que destaca la incontournable tarta Tatin, inventada en la ciudad. No sé si una visita a París vale la pena si no se ha pasado por Les Deux Magots, pero lo que sé seguro es que solo por visitar Les Deux Magots vale la pena viajar hasta París.

La plaza de Saint-Germain-des-Prés, junto al bulevar homónimo, es el centro neurálgico de un barrio burgués de precios desorbitados y una tranquilidad que nos recuerda que es allí –y no en los Campos Elíseos o en la rue Rivoli, al otro lado del río- donde vive el París más classé; pero también es un icono francés. Lo germanopratense, gentilicio del barrio, excede lo urbano y tiene significado político: de allí surgió la gauche caviar, esa izquierda aburguesada mitterrandista que es el socialismo urbano francés y también allí se evoca cuando se habla de la derecha germanopratense, intelectual y educada en el barrio con independencia de su origen, que puebla los pasillos del Palais Bourbon y el Palais de Luxembourg –sedes del parlamento francés, ambas en la rive gauche– y que ahora controla –felizmente, confieso- el Palacio del Elíseo.

Pero volvamos a nuestro relato y paguemos la cuenta, seguramente abultada, de Les Deux Magots. A pocos pasos de allí, en el cruce entre rue Jacob y rue Napoléon, aún podremos cargar algo para el paseo: en la pastelería Ladurée (justo frente a otra mítica brasserie parisima: Le Pré aux Clercs), inventora del celebre macaron, venden los mejores del mundo. Mientras los comemos –mi preferido es el de frambuesa, aunque no rechazo ninguno de los frutales-, sintiéndonos cineastas de la Nouvelle Vague, podemos seguir caminando siguiendo la rue Jacob, que pronto cambiará su nombre para ser una de las calles más famosas de París: la cinematográfica rue de l’Université.

Justo antes de que las placas nos indiquen el cambio de nombre, en el número 56 de rue Jacob, se encuentra un edificio anodino, que no destaca entre la uniformidad parisina, en cuya discreción nos oculta uno de los acontecimientos más importantes de la historia universal. Porque así es París, uno de esos pocos lugares donde han pasado tantas cosas que incluso las más importantes no lo parecen tanto. Pues, allí, en lo que fuera un destartalado hotel recientemente transformado en sede del Instituto de Estudios Políticos (más conocido como Sciences Po), se encuentra el Hôtel d’York, en cuyas salas, el 7 de septiembre de 1783, se suscribió nada menos que el tratado de paz que reconocía finalmente la independencia de los Estados Unidos: a un lado de la mesa se sentaban Benjamin Franklin, John Jay y John Adams; al otro, el plenipotenciario del rey británico. Hoy lo hacen en el mismo lugar los estudiantes de la más prestigiosa grande école francesa. La actitud parisina nos hará pasar por alto el hito si no nos fijamos bien: la placa que hasta hace unos años lo recordaba fue retirada. Discreción, ante todo.

Si siguiéramos por rue de l’Université, sin abandonarla hasta el final, además de pasar por una sucesión incesante de legaciones extranjeras, ministerios, la propia Asamblea Nacional francesa y algunos importantes museos como el de Quai Branly, ideado por el presidente Chirac para exhibir piezas de las culturas del ultramar francés, llegaríamos hasta el Campo de Marte –que, de nuevo, toma prestado el nombre a la capital italiana- y a la vista más sorprendente de la Tour Eiffel, que nos saluda impresionante solo cuando torcemos la cabeza, tras salir de la estrecha calle. Pero no será en este paseo cuando nos detengamos a observarla, ya habrá oportunidad. Al fin y al cabo, la Tour Eiffel tiene la peor vista de París: ¡no se ve la propia torre!

Antes de llegar allí, solo tres lugares excusan nuestra atención. Primero, el Museo Rodin, dedicado al escultor que le da nombre y que ocupa un hôtel particulier–el nombre que reciben las mansiones burguesas francesas- justo frente al Hospital Nacional de los Inválidos, otro de los iconos republicanos, donde se rinde homenaje perpetuo a Napoléon I y donde, por cierto, está enterrado su hermano, el rey español José I, a quien sus sucesores le pusieron fácil que hoy podamos considerarle el mejor del siglo XIX. Pero permitidme que dediquemos la tarde al Museo de Orsay, uno de los pocos del mundo que merecen las enormes colas a sus puertas.

Este templo de las artes de toda clase, desde pintura y escultura hasta artes decorativas, ocupa el espacio magnífico de la antigua estación de Orsay, en la calle que le da nombre –y también sirve de metonimia para el ministerio de Exteriores francés-, justo frente al Sena, saludando con la mirada de sus torres-reloj al museo del Louvre, en la rive droite. La colección del Orsay, gustosamente finita y abarcable, pero sublime, es de las más variadas e interesantes de Europa, aunque yo me limitaré a pediros que no os marchéis sin contemplar la escultura L’Ours blanc, de François Pompon, cuya mirada penetrante y sus líneas exquisitas inspiran una tranquilidad incomprensible, quizás mágica. Aunque hasta nuestro oso ha llegado el mercado y la dirección del museo no ha perdido la oportunidad: hoy se expone en el centro del Café de l’Ours, la cafetería principal del museo, cuyas mesas, en forma de barra, están orientadas hacia la escultura.

Antes de que caiga la noche parisina y dediquemos las últimas horas de la noche a una cena en Vesuvio, el restaurante italiano más clásico del bulevar Saint-Germain, o quizás en alguno de los locales del bulevar Saint-Michel, mucho más concurridos y con un ambiente más festivo, no debemos perder la oportunidad de hacer una visita a La Grande Épicerie de Paris. Esta enorme despensa chicde la capital francesa, es la tienda de alimentación más famosa de la ciudad, que forma parte de los grandes almacenes clásicos de la rive gauche Le Bon Marché (‘A buen precio’, en francés, aunque nada más lejos de su realidad presente). Si los supermercados del mundo tuvieran un rey, sería éste. Allí podemos encontrar cualquier cosa que un gourmand, un bon vivant pueda desear: desde una oferta infinita de quesos franceses hasta una selección de los espumosos más exclusivos.

Eso sí, si el bolsillo o el hígado no nos permiten un magnum de vino de Champagne, –lo segundo, seguro; lo primero, depende-, podemos contentarnos con una copa en el bar dedicado exclusivamente a este oro líquido con burbujas en la cúspide de la Tour Montparnasse: el único rascacielos del París intramuros –los hay fuera de los límites de la ciudad- y el edificio más polémico de Francia alberga en su ático un restaurante, Le Ciel de Paris, que además de servir para la cena menús absurdamente caros y de dudosa calidad y desayunos a precio moderado y vistas exquisitas de la Tour Eiffel, cuenta con una barra destinada a los amantes del champagne. Sobre nuestro particular promontorio, en un taburete de cuero y entre las luces relajadas del salón de diseño ecléctico que nos devuelve a la década de 1970, podemos brindar por la libertad –esa que no disfrutamos tanto como quisiéramos mientras escribo estas líneas-, como si estuviera sonando La Marsellesa en el Rick’s Café de Casablanca, diciéndonos que, pese a todo, siempre nos quedará París.

Temas

lasprovincias.es

Sobre el autor

Víctor Soriano i Piqueras es abogado y profesor de Derecho Administrativo. Tras graduarse en Derecho y en Geografía y Medio Ambiente realizó un máster en Derecho Ambiental en la Universidad 'Tor Vergata' de Roma, además de otros estudios de postgrado, y ha publicado, entre otros, el libro "La huerta de Valencia: un paisaje menguante".


marzo 2020
MTWTFSS
      1
2345678
9101112131415
16171819202122
23242526272829
3031