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Víctor Soriano

Reinterpretando el mapa

La tentación de Venecia

El sol de la primavera empieza a iluminar los callejones normalmente sombríos del Cannareggio, el más populoso distrito (sestiere) de Venecia. Hemos dejado atrás el rumor de los motores de los vaporetti, las embarcaciones tradicionales del transporte público de la laguna, en algún lugar entre Madonna dell’Orto y las Fondamente Nuove, allí donde apenas unos niños juegan a la rayuela en alguna plaza mientras las ancianas vuelven de la compra, camino del ghetto, uno de los últimos barrios judíos del mundo, la Serenissima hace un insospechado honor a su sobrenombre.

Venecia es una gran contradicción. Una de las ciudades más relevantes de la historia europea, de entre las más turísticas –y turistificadas- del continente, la más reconocible… y, a la vez, un lugar donde el tiempo se detuvo en algún momento del siglo XX, allá cuando Italia todavía era el estereotipo que dibujan los cineastas estadounidenses, donde todavía existe una tranquilidad infinita, casi desconocida.

En el medio de una albufera -la laguna salobre que lleva su nombre- la ciudad histórica de Venecia es un conjunto de más de 100 islas unidas por 400 puentes. Aunque el municipio se extiende más allá, rodeando casi totalmente los 50 km de laguna, desde Mestre y Marghera, en la tierra firme, hasta el Lido, la franja de arena que la separa del mar donde se estableció el barrio costero en el que se celebra el famoso festival y las islas de Murano, Burano o Torcello, el centro histórico, el mayor de Europa, reconocible por su forma de raspa de pescado, está en mitad de la laguna, separado de todo y solo unido por el continente por un puente –el de la Libertad- que sirve tanto al ferrocarril como al tráfico rodado y los servicios de transporte marítimo.

La asombrosa sorpresa veneciana pasa inadvertida a muchos, a la mayoría. Es lógico. Venecia es un lugar mil veces imaginado y otras tantas copiado. No hay lugar del mundo que no se precie de tener cerca una ‘venecia’: la de los Alpes, la del Norte, la de Escandinavia, la belga, la portuguesa… Ignoran que Venecia es algo más que una ciudad con canales, que más allá de la concurridas Lista di Spagna y Strada Nuova, las calles que dan la bienvenida a los turistas cargados de maletas que desembarcan en el puerto del Tronchetto o en los autobuses de Piazzale Roma, en su camino hacia sus hoteles, hay algo totalmente distinto, una forma de ver la vida.

Nunca deja de fascinarme la extraña sensación que se descubre cada vez que al llegar en tren a la estación de Santa Lucia, un templo al ferrocarril de arquitectura racionalista del que parte el Simplon Orient Express y que sirve de puerta de conexión entre dos dimensiones: la de la vulgar tierra firme y la de Venecia. La bienvenida a otro mundo la da ese conjunto de emociones que provocan el aroma del agua salada, la peculiar luz de la laguna, el tráfico incesante de los vaporetti por el Gran Canal, bajo el infame puente de la Constitución de Santiago Calatrava –el último de los cuatro únicos puentes que cruzan sobre la via acquea principal-…

Que hubo un tiempo en que Venecia reinó sobre el Adriático es difícil de esconder: lo confiesan sin tapujos la impresionante basílica bizantina de San Marcos, frente a su campanario –reconstruido tras un terremoto-, o su archiconocido Palacio Ducal, del que parte el puente de los Suspiros. También la inmensa colección de palacios del Canal Grande, desde la Ca’ D’Oro hasta Ca’ Rezzonico, el Fondaco dei Tedeschi –antigua oficina de correos, reconvertida en galería comercial de lujo- o el mismísimo puente del Rialto, con sus joyerías, el monumento más icónico de la ciudad. Pero si la arquitectura veneciana nos evoca el milenio de República marítima, los comerciantes como Marco Polo y la exagerada exaltación de riqueza de la oligarquía gobernante, creo que el verdadero mito veneciano es el que nace con su derrota.

Napoleón dijo una vez que la plaza de San Marcos era el más bello salón del mundo. No se equivocaba. Aún hoy pocos placeres son comparables al de un brunch en una mañana tranquila en la terraza perfectamente dispuesta sobre la plaza del Café Florian, fundado en 1720 –medio siglo antes del nacimiento del Emperador francés-, amenizado por su orquesta. Cuando acabe, pague la cuenta sin prestarle atención –más vale no mirar los precios-, deténgase unos minutos frente al espectáculo incesante de las góndolas en el bacino (dársena) Orseolo, una ‘plaza’ de agua entre canales de donde parten la mayoría de los tours y conténgase a la tentación de subirse a una. No vale la pena.

San Marcos es un buen punto de partida para cualquier paseo por la ciudad y, sobre todo, es un buen punto de encuentro. Es rara la calle en la que una señal no indique qué dirección seguir para llegar hasta allí. Al este de la plaza, por la magnífica Riva degli Schiavoni, un largo paseo junto la laguna conecta el centro neurálgico de Venecia con su distrito más castizo: Castello, donde se instala la mayor parte de las exposiciones de la Bienal de arte contemporáneo, entre tendederos donde los venecianos más humildes ponen a secar sus sábanas recién lavadas. El trasiego de barcos es impresionante a cualquier hora del día, tanto como el de turistas. Al otro lado, la pequeña isla de San Giorgio il Maggiore, con su basílica y campanario, ofrece una espectacular vista de Venecia, con San Marcos en primer plano y los Alpes Orientales al fondo. Estoy seguro de que no querrá perderse esa foto.

Hacia el otro lado, al oeste de San Marcos está la ciudad más intensa: la Calle Larga XXII Marzo, donde se agolpan las boutiques internacionales, nos da paso a callejear por el barrio, pasando por el mítico Teatro La Fenice –donde siempre hay representaciones de óperas populares con escenografías recargadas al gusto italiano- camino del puente de la Academia, una pasarela de madera sobre el Gran Canal. Hace más de un lustro contaba en la prensa, en un artículo que era una defensa a ultranza de la Venecia real frente a los que insisten en señalar la inminencia de su muerte que una vez me recogió un transportista en su barcaza, para llevarme entre las verduras hasta la universidad. Fue allí donde ocurrió. Si no tienen esa suerte, una alternativa al puente puede ser uno de los traghetti (transbordadores) que cruzan el Gran Canal: son enormes góndolas de madera en las que los venecianos se mantienen de pie durante el trayecto de menos de un minuto.

Al otro lado nos espera un paseo más tranquilo por los barrios de San Polo y Dorsoduro. Camino de la Punta della Dogana, la antigua aduana para los buques de los comerciantes que entraban en la laguna, pasaremos frente a la impresionante basílica de Santa María de la Salud, tras la más merecida visita al museo de arte contemporáneo de la Colección Peggy Guggenheim: alberga una interesante selección de obras (como el Nacimiento de los deseos líquidos, de Dalí) en un delicioso edificio inacabado por la ruina de sus promotores, el Palacio Venier, con una maravillosa balconada sobre el Gran Canal.

Decía Alain Juppé que sentía la tentación de abandonar su empeño político y dejar la vida pública francesa para refugiarse en Venecia. No sé si el primer ministro prefería las divertidas casas de colores de Burano o la tranquilidad absoluta de la abandona isla de Mazzorbo, o quizás el paseo salpicado de un lado por las olas del mar y del otro por la laguna de los murazzi (los muros de contención que cierran la laguna) en Pellestrina. Yo, en cambio, si hubo un tiempo en que habría pasado la vida entera recorriendo la Riva degli Schiavoni, quizás ahora –confieso aquí que el auge del turismo ha pasado factura-, optaría por pasear a un lado u otro del enorme canal de la Giudecca, que separa los seis barrios históricos de su primer arrabal.

Allí, tanto el lujoso restaurante Riviera como la moderna pizzería OKE, abandonada de los turistas y frecuenta por los universitarios de la ciudad, pueden ser una buena excusa para la cena, siempre que no prefiramos uno de los locales más tradicionales de Campo San Polo –donde entrada la noche podemos sumarnos a la costumbre veneciana del vino caliente-. En ambos casos, la gastronomía veneciana solo tiene una norma: no sucumbir a las inercias del turismo o será mejor optar por un McDonald’s. La excepción la ponen algunos de los restaurantes de la Riva del Vin, como el Sommariva, con unas vistas estupendas del Gran Canal, justo delante del Rialto, pero hay que saber elegirlos.

La mayor virtud de una noche veneciana no será la cena, de eso no le quepa duda. Lo es el silencio atronador, la oscuridad infinita de las calles estrechas donde en los días previos al Carnaval es fácil cruzarse con alguien que nos atemorice por la sola presencia de su disfraz, el ruido incesante de las olas rompiendo contra los muros de los palacios mientras sube la marea. Apenas algunas luces rompen la armonía: las del casino, que ya no es ni la sombra decadente del lugar elegante que algún día fue; las de las terrazas de moda, como la de la azotea del precioso hotel Hilton Molino Stucky, en una bellísima fábrica remodelada del XIX en la isla de Giudecca o la del hotel Danieli junto al Palacio Ducal o el Westin del Gran Canal; también las de los vaporetti que incesantemente recorren la ciudad, día y noche.

Solo le pido una cosa: antes de dormir, tarde, de madrugada, cruce San Marcos. Con suerte la marea habrá subido lo suficiente como para que el agua de la laguna empiece a brollar en el centro de la plaza dándonos a imaginar una sutil acqua alta. Así es como se gana la inmortalidad porque, parafraseando a Juppé, una vez que se ha visto Venecia no se puede morir.

 

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Sobre el autor

Víctor Soriano i Piqueras es abogado y profesor de Derecho Administrativo. Tras graduarse en Derecho y en Geografía y Medio Ambiente realizó un máster en Derecho Ambiental en la Universidad 'Tor Vergata' de Roma, además de otros estudios de postgrado, y ha publicado, entre otros, el libro "La huerta de Valencia: un paisaje menguante".


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