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Víctor Soriano

Reinterpretando el mapa

Roma, o la gran belleza de lo desconocido

Escribir sobre Roma sin caer en los tópicos es una tarea complicada. Es una ciudad que todos –y más los españoles- conocen y en la que todos hemos estado en más de una ocasión. Para muchos ha sido incluso su primer destino fuera de las fronteras del país. Poco aportarían tres mil palabras dedicadas a hablar de la Roma de los viajes de fin de curso, la de las peregrinaciones parroquiales, la de los jóvenes enamorados, la del viaje familiar… De la Roma universal todo se ha dicho: desde los clichés fellinianos del paseo en Vespa frente al Coliseo hasta las intrigas de Dan Brown en el Vaticano.

Pero, pese a todo, Roma era necesaria en este pequeño trabajo personal de narrar algunos de los lugares de mi vida, aunque solo sea porque allí es donde me han sucedido anécdotas más extrañas, las que me dan más juego en las cenas, algunas de las cuales no se pueden contar en público. O, al menos, no todavía.

Fui consciente de haber alcanzado un grado de conocimiento suficiente de Roma una noche que salí a cenar a un restaurante de via Vittorio Veneto, la calle conocida por haber sido la más exclusiva de la ciudad. Era estudiante de máster -hace ya más de un lustro- en la Universidad Tor Vergata, a la que los locales llaman Seconda Università, en un evidente ejercicio de pragmatismo, para diferenciarla de La Sapienza. A la salida, cogí el coche para volver al lugar en que me hospedaba, muy a las afueras, hasta que me percaté de que me perseguía una furgoneta de matricula ucraniana.

La curiosidad se tornó rápido en preocupación y el breve viaje que me esperaba se convirtió en una persecución nocturna, entrando y saliendo de Roma, recorriendo barrios durante varias horas, en las que por absurdo que fuese el recorrido que tomaba cada vez, o por mucho que excediera los límites de velocidad, la furgoneta seguía ahí. El aviso a la policía italiana tampoco mejoró mucho la situación: se limitaron a informarme de que una banda de secuestradores exprés ucranianos estaba operando en la ciudad y que tuviera cuidado. Fue harto tranquilizador.

Aquella noche, que acabó con los ucranianos huyendo de unos militares armados hasta los dientes a través del parking de la estación del Trastevere me confirmó dos cosas: que conocía Roma lo suficiente como para recorrerla sin indicaciones y que –quizás por eso mismo- nunca viviría allí. Y es que Roma tiene dos caras: el museo al aire libre, los infinitos monumentos y la historia inabarcable es una; la inmensidad incómoda de la ciudad desconocida, asentada sin solución sobre la oda permanente de Italia a su propia decadencia es la otra.

Es difícil hablar de Roma con el romanticismo con el que se hace de París o con la admiración de Nueva York. No me malinterprete, la Ciudad Eterna es y será siempre uno de los lugares más maravillosos de la Tierra pero a mí me transmite una normalidad en ocasiones aburrida, en otras cansada, solo atenuada por la permanente visión de los monumentos, uno tras otro, entre las hordas de turistas que se afanan a fotografiar desde la escalinata de la Plaza de España a la Fontana di Trevi –cuya visión nocturna, cuando todavía era posible encontrar una hora del día en que no estuviera invadida por la multitud, evocaba un oasis de sensaciones inimitables que supongo que solo un verdadero oasis en el desierto puede replicar-.

En cierto modo, para mí, Roma es una tregua conocida, un lugar al que ir en búsqueda de la tranquilidad de pasear, respirar y –por qué no- comer, sin sentirse agobiado por la necesidad de visitar o de conocer, porque pocos secretos aguarda. Es como la casa en el árbol del niño que se aleja en su tranquilidad de la vida real, aun cuando, a diferencia de la cabaña, en Roma casi nunca reina la tranquilidad, quizás salvo en un puñado de lugares aún a salvo del turismo de masas.

Como Paolo Sorrentino en su opera magna, si tuviera que comenzar un tranquilo paseo por Roma lo haría en el Gianicolo. En esa colina detrás del Vaticano, que no es una de las clásicas colinas que se enumeran habitualmente al hablar de la ciudad, con unas inmejorables vistas, bajo el Faro que los italianos de Argentina regalaron a su capital. No hay nada más que hacer, más allá de pasear por la balconada, una mañana cualquiera, minutos antes de que el Ejército anuncie el mediodía con una salva de cañón bajo la estatua de Garibaldi que preside la colina –lo hacen cada día, sin excepción-. Un poco más abajo, la Fontana dell’Aqcua Paola, una de las más impresionantes y famosas de la ciudad, nos acoge con el rumor de sus aguas frente a la residencia del embajador español.

La vista desde allí es fantástica: del Vaticano al Panteón, pasando por el Vittoriano y todas las iglesias de la ciudad. No muy lejos, si fuéramos en coche, podríamos acercarnos, tras recorrer la via Aurelia Antica, uno de esos caminos de periferia romanos que –salvo por los coches- parece que se hayan mantenido incólumes durante dos mil años y que, no en vano, siguen el trazado original de aquel tiempo, hasta la via Niccolò Piccolomini: esta calle de barrio residencial de extrarradio que termina en una balconada con vistas a la cúpula de San Pedro del Vaticano no tendría ningún interés de no ser porque produce un extraño efecto óptico, por el que según te acercas al templo, parece que éste se aleje, y al contrario. Aunque si lo que se quiere es cercanía con la iglesia madre del catolicismo, el paseo del Gelsomino, sobre la plataforma del ferrocarril que une el Vaticano con Italia, es quizás una opción más interesante.

El descenso del Gianicolo puede hacerse por dos lados: hacia San Pedro o hacia el Trastevere. Sin duda, la segunda es mejor. Aquel barrio, olvidado antes y ahora convertido en icono del turismo bohemio, espera a los pies de la colina, hasta que se le alcanza descendiendo una escalera. Las calles estrechas y las casas coloridas conforman una trama urbana especialmente cerrada al río que le da nombre, cuya existencia pasa desapercibida allí como sucede –tristemente- en casi toda la ciudad. Frente a la iglesia de Santa María del Trastevere me aficioné yo a los zumos de naranja sanguina –la única que consumen en Italia-, solo a unos pasos del mítico restaurante Carlo Menta, frecuentado casi exclusivamente por locales y turistas españoles, seguramente por sus precios absurdamente bajos.

Pese a la fama, Roma no es una ciudad para gourmets. Los restaurantes para turistas regidos por inmigrantes han copado casi todo el centro, donde son pocos los sitios que conservan el sabor romano. Que sean zafios y destartalados, como las clásicas pizzerías Da Baffetto y La Montecarlo, en el barrio de Parione, junto a la Piazza Navona, ayuda a que no estén invadidos por la muchedumbre europea y norteamericana que asola la ciudad en cualquier momento del año. La escasa oferta moderna la encabezan, además de la cadena Eataly, los más modestos locales de Ginger, un restaurante que sirve productos ecológicos a dos pasos de la Plaza de España y mi preferido, La Gallina Bianca, junto a via Cavour donde siguen aceptando servirme tortillas aunque hace años que las retiraron de la carta.

No voy a negar que cada vez que vuelvo a Roma paso la mayor parte del tiempo contemplándola desde lo alto. Me gusta más que recorrer sus calles atestadas y, además, hay varios lugares que permiten hacerlo. Mi preferido es el mirador del Jardín de los Naranjos, en el monte Aventino, en el extremo de un barrio residencial, apartado de la ciudad por las ruinas romanas del Circo Máximo y el río. Allí, con el olor a azahar y la tranquilidad de las mañanas de un día cualquiera de primavera, las vistas a la ciudad son majestuosas.

Si me perdonan que en este intento de huir de los clichés romanos les cuente uno de los más repetidos les diré que una curiosa experiencia aguarda a pocos pasos del jardín: acercando el ojo a la cerradura de la puerta que da acceso a la embajada de la Orden de Malta ante Italia –que, esta sí, goza del raro privilegio de la extraterritorialidad- además de una vista curiosa a la basílica de San Pedro, puede decirse que se ven a la vez tres Estados distintos. Y es que, como casi todos saben, Roma no solo alberga la capital italiana, sino también rodea el Estado de la Ciudad del Vaticano y, además, acoge la sede de dos sujetos de derecho internacional –equiparables a Estados independientes- que no disponen de territorio propio per que sí ejercen su jurisdicción sobre algunos lugares de la ciudad sobre los que el Gobierno italiano reconoció la extraterritorialidad: son la Santa Sede y la Soberana Orden de Malta.

Que a lo largo de toda la ciudad y su periferia sea posible encontrarse con pequeños enclaves de estos ‘Estados’ convierte a Roma en uno de los lugares predilectos para cualquier friki de las fronteras, desde la basílica de San Juan de Letrán –la catedral de Roma, que está bajo el patronazgo del Presidente francés y en la jurisdicción del Papa-, hasta los jardines del palacio pontificio de Castel Gandolfo, junto al bellísimo lago Albano, cuya forma casi perfectamente redonda recuerda su origen volcánico. Pero si hay una experiencia internacional curiosa en Roma es la adentrarse en las calles de la Ciudad del Vaticano, aunque salvo que se cuente con la fortuna de haber sido invitado por el pontífice la única forma de hacerlo es con una receta médica que sirva de excusa para que los guardias suizos te permitan cruzar la frontera para dirigirte a la Farmacia Vaticana, famosa por no seguir las normas europeas.

A los romanos le gustan las alturas tanto como a mí, quizás por lo difícil que se hace vivir su ciudad desde el suelo. El Jep Gambardella de Sorretino vive en un ático frente al Coliseo y organiza sus fiestas en otro ático, éste en via Veneto. No lejos de allí, pasando el Tritón de Bernini, el afterwork local se celebra en la terraza de los grandes almancenes La Rinascente, los únicos de la ciudad y los mejores de Italia, casi equiparables a las Galeries Lafayette parisinas, donde curiosamente no se adentran demasiado los turistas, que aún nos dejan a salvo la azotea para disfrutar de un atardecer latino regado de spritz. Para los cócteles más elaborados, en cambio, es mejor alejarse un poco, recorrer el viale della Trinità dei Monti, ver –de nuevo, desde arriba- la Plaza de España desde su mejor ángulo, en lo alto de la escalinata, y seguir hasta el Pincio, el monte que separa los jardines de Villa Borghese de la Piazza del Popolo y el centro histórico, que albergaba las mansiones de algunos adineradas familias patricias en tiempos imperiales y hoy es un agradable parque urbano con espléndidas vistas. Allí, controlando desde lo alto el Campo de Marte, encontramos la Casina Valadier, un palacete decimonónico convertido en el café más exclusivo de la ciudad, que sería el mayor interés del lugar de no ser por el curioso Reloj de Agua que fue llevado hasta Roma desde la Expo de París.

La verdadera Roma indómita se abre paso en el extrarradio, alejada de las alturas de las colinas. El EUR es un barrio de concepción fascista con el que Mussolini quiso poner su huella definitiva en la historia uniendo la ciudad de Roma con el mar –fracasó-, es un conjunto arquitectónico en ese abandono romano que es más bien la absoluta ausencia de cuidados, porque está en uso, que retrotrae a un tiempo pasado y a sensaciones encontradas, entre la potencia de la obra racionalista, el ridículo en que han devenido los símbolos de aquel régimen, y las malas hierbas que brotan en cada rincón.

Por cierto, allí, en el EUR, junto al conocido Palazzo della Civiltà Italiana –el Coliseo cuadrado- el Caffé Palombini es un curioso viaje a los años 80 españoles y uno de los mejores lugares en la ciudad para una tranquila merienda, solo superado por el Caffé Greco, en la mucho más elegante y céntrica via Condotti, que tras más de 250 años sirviendo su tarta de cerezas a clientes como Hans Christian Andersen  o Richard Wagner –entre otras cosas, pero pida eso- sigue abierto al público.

Pero la Roma periférica no solo es contemporánea. La huella de casi tres milenios de historia es indeleble en toda la región y la amplia periferia romana está salpicada por monumentos antiguos –desde catacumbas hasta anfiteatros-, como los de Ostia Antica, a un paso del paseo marítimo, o las sorprendentes villas romanas de Tivoli. Sin embargo quizás por nostalgia, quizás solo por costumbre, el parque de la via Appia Antica, que sigue el eje de la calzada romana que todavía se conserva en su estado original y que en sus buenos tiempos unía la capital con Brindisi –en el tacón de la península-, es para mí el mejor baño en una campiña romana todavía cercana a la urbe, entre un ambiente delicioso en el que se sienten tanto la serenidad como el peso de la historia, ante las tumbas de Séneca o los Escipión.

En aquella zona, plagada de sepulcros, ruinas y templos romanos de toda clase, destaca sin duda el Parque de los Acueductos, el jardín más grande de Europa y uno de los más impresionantes, no muy lejos de la antigua Cinecittà. No hay duda de que allí, entre las sombras de los magníficos acueductos que aún se conservan en pie, con los montes romanos en el horizonte y una pradera de flores descuidada, se inspiraron los célebres cineastas italianos que llevaron las siluetas bimilenarias a obras maestras como La dolce vita o La grande bellezza. Y es que en esas historias, como en todas las más bellas, la protagonista siempre es Roma.

 

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Sobre el autor

Víctor Soriano i Piqueras es abogado y profesor de Derecho Administrativo. Tras graduarse en Derecho y en Geografía y Medio Ambiente realizó un máster en Derecho Ambiental en la Universidad 'Tor Vergata' de Roma, además de otros estudios de postgrado, y ha publicado, entre otros, el libro "La huerta de Valencia: un paisaje menguante".


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