Cuando pienso en la capital de los Estados Unidos resuena en mi cabeza la sintonía con la que William Walden ganó un Emmy para El Ala Oeste de la Casa Blanca, la serie de Aaron Sorkin que me hacía trasnochar de niño para seguirla en La 2 en las últimas madrugadas del siglo pasado. Es en el lado Este, pero del río Potomac, donde se levanta la ciudad que lleva el nombre del fundador de la nación más poderosa de la historia y que se construyó para albergar su gobierno.
Prometo que he intentado no caer en los tópicos pero con Washington resulta imposible. Pocos lugares en el mundo –si es que hay alguno- albergan mayor carga simbólica que los algo menos de doscientos kilómetros cuadrados que el estado de Maryland cedió a la federación para constituir el Distrito de Columbia, ese pequeño rectángulo que recuerda a un foro romano de la civilización norteamericana, a lo que sin duda contribuye el estilo neoclásico de los principales edificios de la capital de la única superpotencia que ha sobrevivido a la modernidad. El centro de todo es el National Mall, una infinita explanada de hierba sobre la que se erigen los templos de la religión republicana que albergan la sede de las principales instituciones federales americanas. En extremos opuestos, la Casa Blanca y el Capitolio, dos de los edificios más famosos de la Tierra, no se miran, sino que se ven reflejados en el enorme obelisco que homenajea al padre fundador de la patria y que fue la mayor estructura humana concebida hasta la Torre Eiffel.
Visitar la Casa Blanca, uno de mis sueños de infancia, es algo restringido a los ciudadanos americanos, salvo –lógicamente- que se reciba la invitación del Presidente. La pequeña mansión blanca, frente a la que permanentemente se arremolinan los manifestantes, solo podremos verla en la distancia o quizás intuir la silueta oval del despacho presidencial desde el lado trasero. Así recuerdo mi primera visita a Washington, en la que pese a la oscuridad y al frio de una noche diciembre no pude resistirme a acercarme bajo la nieve hasta la Elipse, la parte pública del jardín presidencial, para ver de cerca aquella vivienda que tantos han ansiado. Mientras, junto a mí, entre el Árbol de Navidad Nacional y el medio centenar de pequeños árboles de tamaño doméstico decorados por niños de cada uno de los estados y territorios americanos, algunos cantaban villancicos interrumpidos por el pitido incesante de la maqueta de tren que instala la asociación local. Mi primer contacto con la capital americana fue esclarecedor: hasta el más poderoso del mundo es menos fiero desde cerca.
A diferencia de lo impenetrable de la mansión presidencial, el Capitolio, la casa de la primera y más longeva democracia del globo que toma el nombre de la colina romana que fue centro político del mundo conocido, está abierta a todos. Pero, aunque no puedo negar mi extraña costumbre de visitar parlamentos, debo reconocer que no es demasiado interesante conocer el edificio, tantas veces reproducido en el cine y que –al menos, a mí- me produjo un pequeño síndrome de París, quizás porque es mucho más pequeño que lo impresionante que parece en la distancia o quizás porque, como todos los mitos, de cerca pierden misterio. Solo salvo su famosa cúpula bajo la que se representan escenas de la historia americana, con varios españoles en ellas.
En cambio, poder acceder a una sesión del Senado o de la Cámara de los Representantes (curiosamente, es más fácil para los extranjeros que para los nacionales, que necesitan una invitación de su congresista) sí es una experiencia que merece la pena vivir. Quizás tengan suerte y, como yo, se encuentren a un filibustero hablando sin límite desde la tribuna para evitar que se someta a votación un proyecto de ley que perjudica a su circunscripción. Aunque no la pronunció en Washington –porque entonces todavía no existía- sino en Nueva York, la famosa frase de Alexander Hamilton alcanza en aulas vacías su significado máximo: «Here, sir, the people govern; here they act by their immediate representatives».
Y es que Washington es esencialmente política. La concentración de cargos electos, asesores y lobistas de los más variopintos colectivos, además de estudiantes y becarios atraídos por las cegadoras luces del poder desde todos los rincones del país y del mundo, confieren a la ciudad a la orilla del Potomac de un ambiente de thrillerpolítico en la vida real que solo es comparable a lo que, de un modo algo menos sobreactuado, se puede ver en Bruselas, otra urbe con la que comparte la característica de tener una vida cultural y social desmesurada gracias al interés permanente de los grupos de presión por tejer relaciones. Pero la democracia no lo es sin lo que los anglosajones llaman rule of lawy los latinos Estado de Derecho: por eso, aunque cueste hacer una cola matutina a la puerta del enésimo edificio neoclásico que recuerda a un templo griego pero que alberga el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, presenciar una vista del órgano jurisdiccional más importante del mundo –y, sin duda, el más transparente- es un espectáculo digno de reemplazar a una sesión de ópera.
A pesar de las ruedas de prensa en cualquier escalera y de esa sensación de inmediatez que tiñe a la política de la que Washington es el epicentro, la capital también es la memoria viva de la nación que gobierna: pese a su juventud como país, los americanos han labrado en piedra el recuerdo a sus primeros pasos. Desde el apartado monumento a Jefferson, en la orilla del río, hasta –por supuesto- el templo que recuerda a Lincoln, en el extremo del Mall contrario al Capitolio, ambos de un impresionante neoclásico, los distintos memoriales públicos son un recordatorio permanente de la importancia de la democracia y la libertad en el imaginario colectivo de una nación construida sobre ellas, de unas dimensiones catedralicias desconocidas a los edificios civiles de este lado del Charco.
Un paseo irrenunciable, al menos en una primera visita a Washington, exige cruzar la frontera estatal desde los pies de Lincoln a través del Potomac, sobre el puente de Arlington, que nos conduce a la ciudad de ese nombre en Virginia, más famosa por albergar el Pentágono, la sede de la defensa americana. Sin embargo, no es ese icono del poder –y del dolor, desde los atentados del 11 de septiembre de 2001- lo que merece cruzar el inmenso cauce del río, que recorrido a pie, aunque sea transversalmente, bien puede parecer el mar, sino el cementerio nacional donde se rinde homenaje a muchos de los miles de soldados caídos en el campo de batalla. Adentrarse en los caminos de ese bello camposanto, de inmensas praderas verdes y lápidas de mármol blanco, exige una preparación mental con la que, sin duda, no cuento, para soportar la angustia de la inevitable mirada a las fechas de nacimiento y defunción de los caídos. El visitante tiene que ser un niño para no saberse mayor que todos ellos. En ese paseo, que más que visita es un ejercicio de introspección, encontraremos en algún momento la tumba al soldado desconocido, el famoso memorial de Iwo Jima que recrea la fotografía de Joe Rosenthal de unos soldados levantando la bandera de las barras y estrellas en su lucha contra el fascismo en suelo japonés y, también, el monumento al asesinado presidente Kennedy, que da nombre a la ópera de la ciudad.
Pero no solo de política vive el hombre y el Washington federal ofrece las ventajas de toda capital que se precie –y más si lo ha sido de un imperio-. La visita a la infinita colección de los museos smithsonianos y los demás museos nacionales del Mall hay que comenzarla en el castillo entre neogótico y neorrománico de arenisca roja que alberga la sede de la institución cultural más famosa del mundo, y continuarla ya a gusto de cada uno: desde el Museo Nacional del Aire y del Espacio hasta el –a mi juicio, más interesante- jardín del esculturas del Museo Hirshhorn; pero sin obviar jamás ni la cúpula de la Galería Nacional de Arte, que es una copia a tamaño real de la del Pantheon de Roma, ni el Jardín Botánico estadounidense, su precioso invernadero y su magnífica rosaleda.
La tranquilidad del agua fluyente por los canales del jardín no destaca aquí, a diferencia de en otras grandes ciudades, con la que se vive fuera de sus muros. La capital estadounidense es una ciudad de estética norteeuropea y ambiente relajado, con casas bajas salvo por los numerosos edificios gubernamentales y, sí, un correteo incesante de jóvenes trajeados pero cuya velocidad y querencia por las cafeterías y los pique-niques–a diferencia de la habitual en otras ciudades como Nueva York o Londres- delata que no es la abogacía de los negocios ni la banca de inversión el negocio local, otra similitud con Bruselas, una ciudad a la que es difícil olvidar según nos alejamos del centro hacia Dupont Circle, el barrio más chicde la ciudad y que fue su gay village, con una arquitectura a caballo entre el Greenwich Village neoyorquino y la capital europea. Antes de partir, quizás queramos guiarnos por las calles que diseñó el urbanista Pierre L’Enfant, nacido en la periferia de París y soldado de la Guerra de la Independencia estadounidense, gracias al inmenso plano que está representado en el pavimento de la Freedom Plaza, en mitad de la famosa avenida Pensilvania que une las sede de los poderes ejecutivo y legislativo.
El mapa quizás nos ayude a ubicarnos en el centro, para encontrar joyas de la arquitectura contemporánea como el famoso edificio J. Edgar Hoover, que alberga la sede del FBI, de estilo brutalista, o la fantástica Biblioteca del Congreso, donde nos podemos acercar –todo lo que nos lo permitan- a documentos de la importancia de la Declaración de Independencia o la biblia de Gutemberg. La impresionante sala de lectura principal, de la altura de una estación de tren como la Union Station, es una atracción en sí misma. Sin embargo, no encontraremos entre los trazados de L’Enfant algunos curiosos bienes federales como el Arboretum Nacional, el precioso parque Rock Creek –de un rojo atronador en otoño- o el curioso campus de la Universidad Georgetown, que como cualquiera de las americanas, hay que visitar a finales de agosto, cuando los estudiantes se mudan a sus residencias, formando un espectáculo migratorio que hace languidecer a las aves.
Y es que, más allá del mármol blanco de los pilares del poder político americano, la ciudad de Washington se deja conocer, también, entre calles más humildes en sus pretensiones, en sus periferias populares y multiétnicas o en el ambiente europeo que se respira entre las mesas de Le Diplomate, el bistrôt francés de Logan Circle o en la barra del Boqueríao del Minibarespañol de José Andrés; aunque la capital nos recuerde quién es y a qué se juega allí en el afterworkcon vistas al Potomac de la azotea del hotel The Watergate. Lo queramos o no, en Washington siempre suena de fondo la sintonía de El Ala Oeste.