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Víctor Soriano

Reinterpretando el mapa

Mónaco: rien ne va plus.

Una de las sensaciones de mi verano es la del viento entrando por el techo abierto del coche al llegar a la Grande Corniche. Son más de diez horas de viaje desde Valencia por una autopista atestada y carísima, hasta llegar a Niza, para tomar la famosa promenade des Anglais primero y luego la carretera panorámica de infinita belleza que une la capital de la Costa Azul con Italia. En realidad son tres rutas paralelas a distintas alturas sobre el mar, que surcan la escarpada costa pasando junto a las playas de Saint-Jean-Cap-Ferrat, en las que veraneaba la familia Rothschild, o junto a las calles del pueblo medieval deliciosamente conservado de Èze. Ese viento huele distinto: a mar, a pinos y a lavanda, a tranquilidad y a mito. Fue en una de esas curvas desde las que se ve al fondo el siempre convulso golfo de León, con Córcega saludando agazapada, donde perdió la vida Grace Kelly, la princesa Gracia, la diva del cine americano que dejó Hollywood para casarse con el soberano de un pequeño pueblo de costa y lo convirtió en leyenda: es Mónaco, el lugar donde la joie de vivre pasa el verano.

El Principado de Mónaco es el segundo país más pequeño del mundo, a pesar de haberle ganado buena parte de tu territorio al mar. Con sus poco más de 200 hectáreas es solo un poco más grande que el centro histórico de la ciudad de Valencia, también es el más densamente poblado: toda su superficie está urbanizada y las viviendas alcanzan allí precios increíbles en cualquier otro lugar del mundo, sobre todo si las compara con la ciudad francesa de Beausoleil, la periferia monegasca que en muchos casos está solo en la acera de enfrente, pero sin la atractiva fiscalidad del principado. Pero, pese a su tamaño, el lugar de peregrinaje mundial que construyeron la popularidad de la princesa Gracia y el ingenio de Rainiero III, tiene todo lo que se puede esperar de una capital europea de primer orden.

Lo que cualquiera espera de Mónaco se concentra en su barrio más famoso: Montecarlo. Alrededor de su mítico casino, caído –como casi todas las salas europeas equivalentes, como la de Venecia- en una pretenciosa decadencia, cada atardecer se abre paso con el ruido incesante de los coches más lujosos que rodean la rotonda que lo separa del reconocible Hôtel de Paris, a un lado, y el inexcusable Café de Paris, al otro. Es allí, entre las señoras que lucen el famoso bolso 2.55 que concibió Coco Chanel, quizás pensando en aquel lugar, acompañadas generalmente de hombres mucho menos elegantes que ellas –o de mujeres tan elegantes como ellas-, que el mito monegasco toma cuerpo, luz, color y hasta olor, el de los perfumes y la gasolina, mientras el dinero corre en la ruleta cada vez que el crupier grita su messieurs, faites vos jeux, y que –de tenerlo- preferiría gastar en el restaurante de la azotea del Hotel Hérmitage, en las boutiques internacionales del clásico Métropole o el reciente One Monte-Carlo, tras descansar en el chill-out Nikki Beach del Fairmont, el hotel construido sobre el mar bajo el que pasa el boulevard Louis II, el falso túnel del circuito de Fórmula 1.

La noche monegasca es de Montecarlo, de su Ópera construida a imagen y semejanza del Palais Garnier de París por su mismo arquitecto, de las copas que sirven en el Buddha en los jadines del casino y del agua del mar salpicando en los transeúntes del túnel –el famoso túnel- en la oscuridad, quizás camino de la cena en Cipriani –la filial local del restaurante italoneoyoquino- o del mucho más popular McDonald’s que, como todo en Mónaco, tiene vistas al mar. La actividad sigue en Port Hércule, la marina de megayates y pequeños cruceros del barrio de La Condamine, que es el centro neurálgico de la ciudad. Allí, los locales de copas como La Rascasse o las cenas ambientadas con los excesos musicales de la Brasserie de Monaco, compiten con los locales más corrientes del Quai Antoine 1er, mis preferidos. Son aquellos los que en el turno de noche cogen el relevo del exclusivísimo Yacht Club de Monaco, cuyo edificio con forma de barco está siempre repleto de personalidades y solo se puede entrar por invitación de alguno de sus millonarios socios, y el mucho más asequible –y agradable- restaurante de la Société Nautique de Monaco, dedicada a las regatas de remo, que sirve comidas a pie de muelle.

Pero las luces y las sombras del puñado de calles del Montecarlo ruidoso y atractivo, el que hace de todas sus noches una fiesta, no alteran la tranquilidad impertérrita del resto del país, en el que apagados sus permanentes atascos diurnos, reina la oscuridad y el silencio. En el dique que separa Port Hércule del mar Mediterráneo comienza un camino por el borde de la costa escarpada del Rocher –la Roca, en francés, la lengua local junto con el italiano, ya que el monegasco es una excepción folclórica-, el barrio histórico, que alberga el Palacio Principesco y las instituciones del país. Allí, a los pies del promontorio, la noche luminosa de Montecarlo se ve lejana, coronando la fotografía de un paisaje oscuro, salpicado del ruido y la fuerza de las olas.

De día, la Roca es un barrio bullicioso pero calmado, lleno de turistas y de tiendas de souvenirsy pastelerías, de raros edificios antiguos en un país donde reina el azul del rascacielos Odéon casi tanto como el omnipresente príncipe Alberto, cuyo retrato preside todas y cada uno de los establecimientos públicos y privados del diminuto estado, desde la Boulangerie Costa, en el boulevard d’Italie, donde la familia principesca compra el pan, hasta la última de las gasolineras, supermercados o papelerías. Y es que él, el polémico Alberto, su Baile de la Rosa y sus intrigas familiares son buena parte de lo que alimenta la fama del lugar, de la que viven –y muy bien- los escasos nacionales monegasco (la mayoría de la población es extranjera), gracias a la propiedad pública de todos los casinos, hoteles y aparcamientos del país, controlados por la Société des Bains de Mer, una empresa cuyo poder alcanza hasta para obtener su propia representación en el parlamento.

El hervidero de turistas que pasan en Mónaco el día, quizás cruceristas llegados a Port Hércule, a la rada de Villefranche-sur-mer o incluso al puerto de Niza, y que desaparece a media tarde, se concentra a las puertas del Palacio Principesco, en las tiendas que venden cualquier cosa con la efigie del soberano, en el famoso Museo Oceanográfico o el que alberga la colección de coches de los Grimaldi, cerca de un pequeño zoo. Pero si hay algo que todos ellos buscan es la tumba de Grace Kelly, en la catedral, y –al otro extremo de la ciudad y del Estado- el monumento que la recuerda frente a la única playa del país, la de Larvotto. Antes de marchar, quizás desde la estación monegasca de los ferrocarriles franceses, a la que llegan trenes desde lugares tan remotos como Moscú –el mítico Riviera Express– o París, o con más glamour aunque menos romanticismo, en helicóptero desde el helipuerto del barrio ganado al mar de Fontvieille, espero que no se pierdan las inexcusables las visitas al curioso Jardín Japonés, que invita a la meditación con sus carpas y su chashitsu, y al Jardín Exótico, que alberga la colección botánica nacional en lo alto de un promontorio con vistas magníficas de todo el país y hasta de Italia.

Para mí ese paréntesis veraniego acaba, de nuevo, en la Grande Corniche, pero en sentido inverso, dando la despedida a Mónaco con el techo del coche abierto, recordando que la belleza de la carretera es en sí misma un peligro y que no hay razón para tener prisa por abandonarla; quizás parando a contemplar, desde lo alto, el Cap-Ferrat, sus íntimos paseos y sus aguas de color turquesa, en alguna de esas curvas donde alguien ha parado una furgoneta para hacer un pique-nique, antes de abandonar esa burbuja perfecta antes de volver a la mundanidad de la autopista. Y es que, Mónaco, como sus ruletas, es un juego donde acaba sonando el rien ne va plus, para volver a la realidad.

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Sobre el autor

Víctor Soriano i Piqueras es abogado y profesor de Derecho Administrativo. Tras graduarse en Derecho y en Geografía y Medio Ambiente realizó un máster en Derecho Ambiental en la Universidad 'Tor Vergata' de Roma, además de otros estudios de postgrado, y ha publicado, entre otros, el libro "La huerta de Valencia: un paisaje menguante".


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