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Víctor Soriano

Reinterpretando el mapa

Marrakech (o el diablo que) viste de Saint-Laurent

Un día lluvioso de invierno, de esos extraños en el Sáhara marroquí, Yves Saint-Laurent y su marido Pierre Bergé llegaron por primera vez a Marrakech, la capital monumental de un Marruecos apenas independiente. Con sus calles todavía sin asfaltar, las casas del color rojo de la arena del desierto casi no debían destacar en el paisaje de una ciudad que guardaba las esencias magrebíes de la memoria del modisto, no en vano un pied-noir nacido en el Orán francés.

Me gusta imaginar cómo debió ser la llegada del padre de la haute couture moderna al histórico hotel La Mamounia, entonces todavía una sobria –pero lujosa- casa de huéspedes en un antiguo palacio real del siglo XII desde el que se llegó a gobernar Al Andalus, convertida hoy en el hotel más exquisito de África. A pesar de su precio, que dobla al de cualquiera de los inmensos resorts pentaestrellados del barrio concebido para los turistas en la periferia de la urbe, un viaje a Marrakech obliga a alojarse al menos un par de noches en las habitaciones por las que pasaron Winston Churchill, Charles de Gaulle o Charlton Heston, y deambular por las salas en las que tocó Maurice Ravel.

Si todavía queda algo de la vida marroquí del siglo XX que nos enseñó Michael Curtiz en Casablanca, está entre las paredes de La Mamounia, aunque el sueño se rompe al poner un pie en la calle. La realidad fuera de los muros de aquel oasis del pasado es otra: la Ciudad Roja se está convirtiendo en algo a mitad de camino entre el parque temático y el mercadillo callejero, una sensación que nos acompañará en todo el viaje, en cada esquina, en la que un taxista ilegal nos ofrecerá sus servicios, un tendero –o un traficante- su mercancía, y algún buscavidas intentará que nos fotografiemos con sus maltratados camellos o monos del Atlas, la misma especie que vive a cuerpo de rey en Gibraltar, a cambio de unos pocos dirhams. Pero aun con sus sombras, Marrakech es un espectáculo para los sentidos que merece la pena conocer.

Pasamos frente a la mezquita Koutoubia, símbolo de la ciudad, cuyo minarete recuerda irremediablemente a Sevilla, porque fue en él donde encontraron la inspiración para la Giralda. Y digo pasamos, que no visitamos, porque como todos los templos islámicos en Marruecos, la entrada nos está vedada a los que no somos musulmanes. Eso sí, nada puede impedirnos escuchar atónitos la llamada a la oración desde cualquier rincón de la Medina, el centro histórico declarado patrimonio mundial por la UNESCO, que es el mejor ejemplo que se conserva de ciudad árabe, con sus calles sinuosas, sus edificios encerrados hacia sí para hacer la vida en los patios, alejados de las miradas indiscretas y su renuncia al espacio público.

El Marrakech histórico es la ciudad más privada del mundo, sin una sola calle digna de ser llamada principal, sin un lugar de encuentro, con la única excepción de la mítica plaza Yamaa el Fna, puerta de la urbe, atestada a cualquier hora del día o de la noche de sus puestos con toldos verdes donde se puede comer y beber casi cualquier cosa, si es que el estómago de uno resiste una falta de higiene que no se esconde y que resulta inaceptable para el estándar occidental. Una verdadera lástima que nos obliga a probar la deliciosa cocina marroquí en lugares como la terraza de Chez Chegrouine, cuyo ático en una azotea frente a la plaza nos ofrece una atalaya inmejorable del trasiego incesante de una ciudad viva como pocas. Mejores vistas, aunque un ambiente más globalizado –con ese occidentalismo mal intentado tan evidente en Marruecos-, nos ofrece el Café Argana, en mitad de la plaza, tristemente famoso por haber padecido un atentado terrorista en 2011.

Pasear por la medina marraquechí es una experiencia controvertida, como casi todo en esa ciudad, que debe empezar en el zoco. Este mercado infinito, donde perderse es fácil hasta para el mejor explorador, con cientos de pequeñas tiendas cuyos propietarios esperan en la puerta la llegada del incauto europeo para venderle desde lámparas de aceite y babuchas hasta camisetas falsas de los equipos de fútbol más renombrados, es la catedral para los que disfrutan del regateo –un placer que, sin duda, no comparto, hasta el punto de resultarme insufrible tener que negociar cada vez- al que hay que ir para conocerlo, pero sin tener pretensión de comprar nada.

El afortunado que consigue guiarse entre las decenas de puestos de especias y comida local, ropa típica, alfombras, lámparas y souvenirs de toda clase, o quizás quien se haya perdido entre todo ello y haya decidido seguir los caminos sin concierto –desechando educada pero cautelosamente las reiteradas ofertas de ser guiado por un marroquí que, solo en el mejor de los casos, espera una propia a cambio- podrá llegar al Zoco de los Tintoreros, con sus telas de mil colores colgando por todas partes que genera la espectacular estampa de otro tiempo, o al de los curtidores, con su peculiar olor y sus bañeras de cal.

Conviene no dejar caer la noche en el zoco y con los últimos rayos del Sol anaranjado e intenso que ilumina Marrakech, podemos buscar la sombra alargada de los estípites de las palmeras de La Palmeraie o el azul intenso de las fachadas del antiguo taller del pintor francés Majorelle, en el jardín que lleva su nombre. Este oasis urbano lleno de cáctus y especies exóticas existe todavía gracias al empeño de Saint-Laurent y Bergé por protegerlo, cuando las autoridades locales querían derribarlo para dar paso a un hotel. Hoy alberga el Museo Bereber, sin duda menos interesante por su contenido que por el lugar en que se encuentra.

Frente al museo, la Villa Oasis, una de las últimas casas de la célebre pareja en la capital del desierto, es famoso por ser uno de los palacetes más bellos del continente, pero su visita está lamentablemente restringida a los invitados más privilegiados de la fundación del modisto. Sin embargo, a pocos pasos de allí, en la misma calle que lleva el nombre de Yves Saint-Laurent, su museo de piedra y ladrillo rojos, verdadera joya de la arquitectura contemporánea magrebí firmada por los jóvenes franceses Olivier Marty y Karl Fournier, da la bienvenida a todos los visitantes bajo un enorme letrero del archiconocido monograma del diseñador.

Si el edificio del museo, con sus contrastes de colores y materiales y su deliciosa iluminación ya merece por sí mismo no solo una visita sino un viaje hasta Marrakech, su colección de piezas del creador del esmoquin femenino -con especial atención a las inspiradas en Marruecos-, fotografías, carteles, pinturas y objetos de la vida del modisto lo convierten en un destino incontournable.

La cena, en el barrio de Guériz, se la dejamos a la cocina italiana de La Trattoria, un restaurante conocido por servir la mejor gastronomía transalpina del país del Atlas. Para las copas, en un país musulmán donde el alcohol para los nacionales, nos tendremos que conformar con las salas kitsch del Casino de Marrakech, las mesas discretas de los bares de los hoteles internacionales, como el Bar Churchill de La Mamounia o el genial ático del Hotel La Renaissance, con vistas nocturnas a la Medina, o los locales llenos de luces y espejos que frecuentan saudíes y emiratíes en las avenidas Mohammed V y Hassan II, donde se agolpan los resorts turísticos más impersonales.

Pero la noche marraquechí que se dice que enamoró a Saint-Laurent es otra, la de las calles oscuras del centro y las luces parpadeantes de la plaza Yamaa el Fna, la del aire fresco que contrasta con la sequedad ardiente del ambiente del día, que se siente en la garganta al respirar. Es la noche en la que no hay turistas, ni mercaderes, ni traficantes… Y es que si el Marruecos que se recreó alrededor del Rick’s Café ya no existe, al menos podremos imaginar aquel al que Yves escandalizó con su vida y con su Libération, que hoy le abraza como icono turístico con la diabólica hipocresía de quien, a la vez, le tiene por pecador y por delincuente.

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Sobre el autor

Víctor Soriano i Piqueras es abogado y profesor de Derecho Administrativo. Tras graduarse en Derecho y en Geografía y Medio Ambiente realizó un máster en Derecho Ambiental en la Universidad 'Tor Vergata' de Roma, además de otros estudios de postgrado, y ha publicado, entre otros, el libro "La huerta de Valencia: un paisaje menguante".


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