No imagino a Mademoiselle Chanel frecuentando las noches caldeadas de los antros más escandalosos de Pigalle, ni ocupando una mesa en la primera fila del Moulin Rouge, ni mucho menos bajando a los sótanos de los bares del Marais. Y, sin embargo, vivió casi toda su vida en la Rive Droite, la margen derecha del Sena, entre los catorce (de veinte) distritos del norte de París.
La dama de la moda reinventó la marinière, la clásica blusa a rayas azules y blancas inspirada en los militares que popularizó en las playas normadas de Deauville, cuando ya pasaba sus noches entre las sabanas de la suite del tercer piso del Ritz en la que vivió desde los años 20 y hasta su muerte, incluso cuando los nazis tomaron París y requisaron el hotel, donde escribía Hemingway y donde muchos años después Diana Spencer empezó su último viaje, huyendo de los periodistas hasta que encontró su fatídico accidente bajo Place de l’Alma, donde hoy la recuerda una replica a tamaño real de la llama de la Estatua de la Libertad.
Desde la magnífica suite de Chanel en el hotel más lujoso de Occidente tenía una vista completa de Place Vendôme, que más que una explanada es el joyero del mundo, no porque en ella se pueda comprar las piedras y metales preciosos más exclusivos, sino por su impoluta perfección arquitectónica que envuelve al transeúnte y lo asciende a la gloria de París. No en vano, en la plaza solo destaca un elemento, la Columna que preside su centro coronada por una estatua en atuendo de general romano de un Napoleón omnipresente en un barrio donde solo le hace sombra la Juana de Arco de un brillante dorado de la Place des Pyramides, a la que da nombre una de las más célebres batallas del Emperador.
Es fácil imaginar a Coco salir cada mañana del Ritz y encaminarse hacia su atelier en el 31, rue Cambon. Si hay una dirección mítica en la historia de la moda es esa, más que ninguna otra. Y es que, aunque en la historia de Gabrielle brilla la excentricidad de vivir en un hotel de lujo tras abandonar su palacete del Faubourg-Saint-Honoré, frente al Palacio del Elíseo, donde la visitaba Picasso y componía Stravinsky, la de la Maison Chanel pasa por ese elegante tramo de calle de edificios haussmannianos donde estableció su primera boutique (primero en el 21, luego ya en el 31), antes de abrir las de Deauville y Biarritz y donde hoy la marca sigue atendiendo a sus clientes.
En aquel rincón de rue Cambon, Chanel construyó su imperio de la haute couture y parte de la historia del mundo contemporáneo, que guarda en su 2.55 y huele a Nº 5. En sus desfiles, en los que se sentaba en la escalera art déco que daba acceso a la parte privada de la boutique para ver las reacciones del público, su ya mítico tweed gansé -como el del vestido rosa de Jacqueline Kennedy en su más fatídico día- chocaba tanto como a principios de siglo lo hizo su idea a de vestir a las mujeres con la facilidad con la que lo hacían los hombres. Quizás es algo que forma parte de la esencia de París, como le pasó a Bizet, a Hugo, o a Monet, los artistas que marcar el curso de la historia nunca son bien recibidos a la primera.