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Víctor Soriano

Reinterpretando el mapa

Historias de la Rive Droite (II): 88, avenue Foch

Siglo y medio antes de Instagram, la emperatriz Eugenia de Montijo era la influencer de los bailes de la Tullerías. La dama española conquistó a Napoléon III, que besaba el suelo por el que pisaba la granadina, tanto como conquistó a las señoras de París. Era la sensación de una ciudad desde la que se gobernaba la mitad del mundo y en la que se insinuaba que era ella, una española, la que decidía los destinos de los franceses.

Quizás por eso el barón Georges E. Haussmann, prefecto del Sena durante el Segundo Imperio, jurista y padre del París de los bulevares y la arquitectura armoniosa que hoy conocemos, la temiera y la quisiera honrar, no sé si a partes iguales. La anécdota cuenta que cuando Haussmann fue a palacio a presentar el plano de su famosa reforma interior  de París, expuso a Eugenia de Montijo que una de las vía principales de la nueva ciudad, partiendo de l’Étoile, la plaza mundialmente conocida que alberga el Arco del Triunfo que conmemora las batallas del primer Napoleón, llevaría en su honor el nombre de avenue Impératrice. La aristócrata, indignada, ante tal afrenta le espetó que no era lo suficientemente ancha para una emperatriz y trazó a lápiz dos líneas. Ahí siguen hoy, en la piedra de los muros de París, convertidas en la calle más ancha de la ciudad.

Avenue Foch, como el republicanismo rebautizó a la vía, con sus inmensos paseos de tierra para conducir a los caballistas de otro tiempo al bois de Boulogne y quizás al hipódromo de Longchamp que da nombre a la maison de marroquinería de lujo, es la espina dorsal de un distrito, el 16º, que embelesa con su simétrica belleza haussmanniana balanceándose entre el turismo desbordante de los Campos Elíseos y la ciudad más ignota, discreta pero impresionante, que esconde las mejores vistas de la Tour Eiffel tras las escaleras de avenue Camoens, la que pasa corriendo bajo el Castel Béranger o la que cruza en metro sobre el puente Bir-Hakeim sin girarse a mirar.

En esas calles se escuchaba cantar a la Callas cuando vivía en el número 88 de avenue Foch, en el palacete alquilado a Louis Renault que compartía con su esposo Aristóteles Onassis, al que conoció en la terraza del Hotel Danieli de Venecia, en plena Riva degli Schiavoni, quizás el único lugar del mundo que mejora las vistas del Trocadero. Aquella plaza, casi mística, que -por cierto- roba el nombre de una isla gaditana tomada por los Cien Mil Hijos de San Luís, completa el paseo arbolado que lleva el nombre de la soprano griega abriéndose entre los muros neoclásicos del Palais Chaillot, donde se proclamó la Declaración Universal de los Derechos Humanos solo ocho años después de que Hitler se fotografiara en su universalmente famosa balconada, frente a la omnipresente Tour Eiffel que es símbolo de la ciudad.

El Sezième es un distrito habitado por parisinos pero salpicado de nuevos ricos de todo el mundo. En avenue Foch, a pocos pasos de la casa de la Callas, pernoctan en sus estadías en la ciudad desde los Grimaldi monegascos hasta los Obiang ecuatoguineanos, pasando por la familia real marroquí. Para nuestra fortuna, ellos se dejan ver poco en los bancos de Parc Manceau, en el brunch del Chalet des Îles, o en el afterwork de moda del Sir Winston Churchill. Aún así, los vividores de las tiranías lejanas prefieren las calles impolutas por las que deambulan los bourgeois escandalizados de la canción de Mika, que pasó su infancia en el barrio, entre las exposiciones de arte contemporáneo del Palais de Tokyo y los conciertos de la Maison de Radio France, porque en ellas se respira la libertad que no permiten a sus ciudadanos.

Quizás algún día les ilumine, como le hace al mundo, la réplica de la Estatua de la Libertad de la île aux Cygnes regalada por francoestadounideses para celebrar el centenario de su Revolución solo tres años después de que la original hiciera el viaje contrario hasta Nueva York. En aquellas calles, como rue Raynouard, donde vivía Benjamin Franklin mientras negociaba la independencia de su país, a pocos pasos de la puerta trasera por la que Honoré de Balzac escapaba de los numerosos acreedores que le esperaban en su casa, ya no hay emperatriz, ni es 1943… ¡y que nadie lo olvide!

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Sobre el autor

Víctor Soriano i Piqueras es abogado y profesor de Derecho Administrativo. Tras graduarse en Derecho y en Geografía y Medio Ambiente realizó un máster en Derecho Ambiental en la Universidad 'Tor Vergata' de Roma, además de otros estudios de postgrado, y ha publicado, entre otros, el libro "La huerta de Valencia: un paisaje menguante".


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