Ahora que no podemos viajar es más fácil imaginar la inmensidad del mundo antes del avión, cuando dar la vuelta al mundo en ochenta días era una hazaña digna de la ficción. Los viajes de entonces tenían otro carácter, el de un romanticismo aventurero que me causa fascinación. Acabando el siglo XIX, Jules Verne era -como yo- miembro de la Sociedad Geográfica parisina, que es la más antigua del mundo, y en sus lecturas en aquellos salones del boulevard Saint-Germain imaginó a mi personaje de ficción favorito: Phileas Fogg, que de haber existido habría llegado a la capital francesa en octubre de 1872, sin más equipaje que una bolsa de viaje y un chubasquero.
Pero el viaje improvisado de un británico excéntrico como Fogg estaba lejos de las costumbres del momento. Ahora viajamos en aviones low cost atestados en los que cuesta encontrar hueco hasta para el abrigo y, sin embargo, entonces los privilegiados que podían descubrir el vasto mundo lo hacían acompañados de todo un cargamento. Ahí encontró su oportunidad un joven Louis Vuitton que destacaba por sus virtudes como artesano cuando en 1852 la emperatriz Eugenia de Montijo, la dama de moda, le encargó un baúl para su equipaje que la deleitó causando tal revuelo que Vuitton se puso a fabricar sus piezas de viaje forradas del primigenio damero marrón -el famosísimo monograma con sus iniciales lo creó su hijo Georges en 1896, después de su muerte- y a venderlas en su primera tienda del Marais.
Entonces estaba todavía en obras el boulevard Haussmann, la gran avenida que da dirección a las históricas Galeries Lafayette, con su magnífica cúpula, icono de la burguesía francesa decimonónica que representa la popularización del buen vivir, bajo la que décadas después llegó a cantar la mismísima Édith Piaf como artimaña publicitaria, y a las bellísimas galerías Printemps, que están unos cientos de metros más abajo, rivalizando con la imponente estación de Saint-Lazare y la robusta iglesia neoclásica de la Madeleine que fue concebida por el mismísimo Napoleón para ser un templo griego que honrara a sus ejércitos, pero acabó dedicada al culto católico.
Es en ese punto de los Grandes Bulevares donde empieza el pluscuamperfecto 8º distrito parisino. Frente a la columnata de la fachada del templo napoleónico se abre la vista del obelisco egipcio que preside la Place Concorde, el primer hito de los magníficos Campos Elíseos. Si la amplia avenida adoquinada a la que le cantaba Joe Dassin rivaliza por ser la más bella del mundo es, en parte, gracias a la familia Vuitton. Allí, en el número 70, abrió en 1914 la primera de sus grandes tiendas. Fue su hijo -y nieto del fundador- Gaston, el creador de la mítica bolsa de viaje Keepall que ya es un icono universal, quien decidiera mudarse al edificio que dos décadas antes su padre encargó al arquitecto Charles-Henri Besnard, discípulo del célebre Viollet-le-Duc de la aguja de Notre-Dame, de un robusto art-déco: es el 101, Champs-Élysées, la catedral de la Maison, donde vende todas sus creaciones y acumula arte y diseño de algunas de los creadores más afamados del siglo XX; pese a que ahora tenga que rivalizar con el museo vítreo que Frank Gehry diseñó para exhibir la colección de la Fundación Louis Vuitton, junto al divertido Jardin d’Acclimatation.
La mayor tienda de la casa francesa, con una fachada presidida por el reconocible monograma de su fundador y la bandera tricolor adaptada al nombre de la firma, hace las veces de faro de los Campos Elíseos por el torreón que se levanta sobre la esquina con la avenue George V, frente a la histórica brasserie Fouquet’s -la más exquisita de París desde 1899-, destacando así frente a la homogeneidad hausmanniana que reina a lo largo de la avenida. Es como si de algún modo marcara el vértice del triángulo dorado que forman esas dos vías y la conocida avenue Montaigne, el otro extremo de la geometría del lujo parisino que hizo florecer Christian Dior al instalarse en el palacete del número 30, devenido otro hito de la historia parisina, a pocos metros de la primera tienda de Hermès.
Ese triángulo del exceso y la frivolidad -para algunos- y del arte y la elegancia -para otros- es uno más de los clichés de París, con sus terrazas con vistas a la Tour Eiffel como la de Chez Francis, sus hoteles exquisitos frecuentados por celebridades mundiales -desde el clásico Plaza Athenée que sirvió de cantina a los soldados americanos en la Liberación, hasta el George V donde se alojaban los Beatles- o su Teatro de los Campos Elíseos, cuyas paredes escucharon estrenos de Stravinsky. Y, por supuesto, el Grand Palais con su impresionante cúpula de vidrio que desafía a su hermano menor, el Petit Palais, construidos para la Expo de 1900 pero conservados sin un uso definido y que el desnortado Le Corbusier quiso derribar pese a su extraordinaria belleza, bajo la excusa utilitarista, la misma que -sin embargo- sirvió para conservar una Tour Eiffel que horrorizaba en sus inicios. Quizás en la idea misma de conservar lo bello solo por serlo radica la esencia de París.