Los límites del París actual son los que trazó Napoleón III de la mano del barón Haussmann a mediados del siglo XIX, anexionando los pequeños municipios limítrofes con la capital y los dejó marcados en acero por el ferrocarril de Petite Ceinture, que rodeaba la ciudad y nos ha legado algunos de sus más bellos e insólitos lugares, desde el jardín elevado que sigue la antigua plataforma ferroviaria en el 12º distrito -la Coulée verte- a los paseos encajonados entre los taludes del viejo tren del 20º distrito. Allí, el antiguo borde de París, es hoy uno de los barrios de moda donde se aprecian los efectos de la gentrificación, que empieza a tomar la otrora muy popular rue de Belleville, una calle empinada que es icono del barrio con sus vistas lejanas de la Tour Eiffel, que se disfrutan mejor sobre la terraza del parque que corona la colina a la que el barrio da nombre.
Pero el barrio hipster que se consolida en ese alejado extremo de la ciudad fue un pueblo de obreros y artesanos que crecía en la periferia de una urbe en auge tras las grandes transformaciones del Segundo Imperio, cuando se construía el mito del París romántico y la más bella ciudad del mundo. A esa idea contribuyó tanto la renombrada construcción ordenada por un emperador envidioso de los parques londinenes del Parc des Buttes-Chaumont, un jardín increíble formado por colinas alrededor de un lago, cruzado por dos puentes -uno de ellos diseñado por el mismísimo Eiffel-, como la discreta invención, a pocos pasos de allí de un anónimo pastelero de Belleville: el macaron parisino, un dulce tan exquisito como difícil y delicado.
Pese a su origen humilde, el macaron de Gerbert, aquel anónimo pastelero, se ha convertido en un icono de la alta repostería francesa, pero no fue en la colina de Belleville sino sobre los adoquines más elegantes de la capital, a pocos pacos del Louvre, el corazón del barrio más exclusivo y -entonces, como ahora- el centro del savoir-faire francés. Allí el fuego de un afortunado incendio arrasó la panadería que Louis Ernest Ladurée había abierto unos años antes, llevándole a convertir su discreto local del 16, rue Royale en la primera pastelería Ladurée, cuya decoración encargó al pintor Jules Chéret que se inspiró en las técnicas de la Capilla Sixtina. Nació así la catedral del macaron, con su inconfundible fachada verde y sus letras doradas que adornan la homogeneidad pétrea de París desde 1871, y desde allí se expandió por el resto de la ciudad sirviendo sus conocidas creaciones, que tratan como auténticas joyas de mil sabores dispensadas en cajas que llevan el nombre de Napoleón III.
Cruzar la rue Royale, con su pavimento azarosamente caótico y su tráfico incesante es una experiencia más romana que parisina, no solo por el peligro mortal de atropello sino, sobre todo, por la visión a un extremo del imponente obelisco egipcio de Luxor y, al otro, de la fachada neoclásica de la Madeleine, que se diría más propia del mismo Campo Marzio. Pero el ejercicio de atrevimiento lo merece si es para visitar Maxim’s, otro mítico local parisino que desde finales del siglo XIX atiende en sus mesas a lo más granado: desde Toulouse-Lautrec hasta Maria Callas, pasando por Eduardo VII o su actual propietario, el diseñador Pierre Cardin. Entre aquellas paredes a la par elegantes y sobrecargadas, al gusto art-déco que reinaba en 1926, se sirvió por primera vez al público parisino la famosa tarta de manzana que por error inventaron las hermanas Tatin en su albergue del Valle del Loira, y que el célebre Curnonsky descubrió en uno de sus viajes.
Menos peligro conlleva seguir la acera impar de la calle, hacia el imponente templo que la preside, pasando por la discreta y relajante Cité Berryer, uno de los pasajes más elegantes de París, antes de bordear totalmente la columnata de la iglesia hacia las modernas vidrieras que Christian Biecher diseñó para modernizar la primera tienda de Fauchon, fundada en 1886 por un joven Auguste que empezó su carrera como mercader ambulante por las calles de la capital, hasta convertir su marca como traiteur en un emblema de la gastronomía gala, llevando sus platos hasta a bordo de los A-380 de Air France, pero que yo frecuentaba con gusto más modesto por sus brioches parisiennes, esos exquisitos panes dulces de los que se dice -es apócrifo- que María Antonieta mandó comer a los pobres en tiempos de hambruna.
Aunque allí me temo que, por ahora, nos encontraremos una persiana cerrada, porque hasta los mitos centenarios vencen, y la epidemia no ha hecho distingos, como no los hizo la Revolución con esa reina cuyos restos guillotinados -como los de Robespierre u Olympe de Gouges- reposaron durante décadas en la Chapelle Expiatoire, a pocos pasos de la elegante y viva rue Royale.