Fuera de los circuitos turísticos y alejada de Europa, Montréal –la segunda mayor ciudad de Canadá- es una gran desconocida. Sin embargo, la capital francófona de América, en el corazón de la provincia de Québec, es una urbe dinámica y vibrante como pocas en una región, Norteamérica, donde en las ciudades medias todavía reinan los rascacielos como iconos del progreso del siglo pasado en el que la vida se trasladó a los suburbios. La Métropole, como la llaman cariñosamente los quebequeses de provincias, combina de una forma increíble la elegancia calmada de las capitales europeas en su centro histórico con esos aires de american way of life del Midwest estadounidense, fusionando lo mejor de los dos lados del Charco sobre una inmensa isla fluvial en el enorme río San Lorenzo, uno de los más largos y caudalosos del mundo, cuyas dimensiones son incluso difíciles de asumir para un mediterráneo como yo.
La ciudad de Montréal es, de día, una capital media americana más. Una ciudad donde los trabajadores corren con el café en la mano –en recipientes de un volumen exagerado- de camino a sus oficinas del downtown. Los estudiantes, convenientemente separados entre anglófonos y francófonos en las dos universidades más prestigiosas de la ciudad, se dirigen menos apresurados a sus aulas. Los de la McGill University, con un campus al estilo de la universidad neoyorquina de Columbia, lo harán paseando entre las calles empinadas que ascienden la colina que bautiza a la ciudad, el Mont-Royal. En la ladera contraria del promontorio, como si la ubicación física de ambos centros fuera un prolegómeno o una advertencia de su enfrentamiento, se ubica el inmenso complejo de la Université de Montréal.
Ascendamos por un lado o por el otro, o incluso por la relajada vía intermedia del Plateau, el barrio bohemio de coloridas casas bajas de la ciudad, la colina y el maravilloso parque público del Mont-Royal son una visita inexcusable. El paseo entre un frondoso bosque de arces, el árbol nacional canadiense –no está claro si por la hoja que ocupa el centro de la bandera o por el sirope con que acompañan todos los platos-, lo amenizan las numerosas ardillas y los mapaches, que aquí son una especie local y no invasora. En la cúspide, el lago de los Castores, una balsa artificial construida en 1938, en la que se puede patinar en invierno, alberga algunos de esos animales. Pero la verdadera razón para el ascenso son las vistas desde el mirador Kondiaronk, que toma el nombre de un antiguo jefe de la tribu iroquesa. Desde aquella posición privilegiada, propia de un vigía de nuestro tiempo, se pone ante nuestros pies la ciudad completa, cuyo horizonte, el río, nos lanza destellos de la brillante luz del Sol en esa latitud.
Desde la orilla del San Lorenzo, cuando la Torre del Reloj del Vieux Port anuncia que comienza la noche, Montréal se transforma. La ciudad que de día toma el sobrenombre de los mil campanarios, como el de su basílica de Notre-Dame, lo cambia en la noche por el de las mil luces. Las de la Grande Roue –la noria- empiezan a girar reflejándose en la infinita lámina de agua del San Lorenzo, haciéndonos dudar: por instantes, no sabemos si paseamos junto al mar, el frío Atlántico septentrional en el que desemboca la corriente sobre la que surcan embarcaciones de dimensiones oceánicas. Desde allí, la Place Jacques Cartier, una gran explanada peatonal rodeada de edificios bajos al estilo de los centros del Norte europeo, nos abre paso al barrio histórico, en el que es fácil confundir al instinto y pensar que se pasea por Lausana, Estrasburgo o Bruselas. Y es que, a pesar de los esfuerzos de los locales por referirse a su ciudad el «París de América» y de las dimensiones de la urbe, de más de cuatro millones de habitantes, Montréal conserva la imagen más modesta y abarcable de las ciudades medianas del Viejo Continente.
En la plaza que homenajea a Cartier, el explorador que descubrió la isla de Montréal en una incursión por el San Lorenzo, a mediados del siglo XVI, se encuentran los locales más tradicionales de la ciudad. No es difícil destacar uno: el Jardin Nelson, en el patio interior del edificio más antiguo de Montréal, es un restaurante distendido y moderno, que destaca entre los bistrôts de estilo francés y los restaurantes de gusto norteamericano que pueblan la ciudad. Su música en directo y su carta variada lo hacen el lugar ideal para la noche veraniega. No lejos de allí, el antiguo Marché Bonsecours, en otro tiempo la despensa de la ciudad, se ha convertido en un espacio de artesanía y de pequeñas tiendas de productos canadienses.
El espíritu parisino se conserva, en cambio, unas manzanas más allá, en el Hôtel-de-Ville, sede del gobierno municipal, que es una copia a escala menor de su equivalente parisino. Frente a él, una Columna de Nelson más antigua que su equivalente londinense homenajea al almirante; mientras que tras él se abre una explanada bautizada como Campo de Marte, supongo que en honor al jardín parisino sobre el que se erige la Tour Eiffel y no al barrio romano del que éste toma el nombre. El hermanamiento entre las capitales francófonas de ambos lados del océano está presente también en algún gesto curioso, como la boca de metro parisina que da entrada a la estación montrealesa de Square Victoria, regalada por la capital francesa tras retirarla de l’Étoile, la plaza que alberga el Arco del Triunfo. Esa estación, como otras muchas, abre al exterior la sorprendente ciudad subterránea. Una imbricada red de túneles que conecta los edificios del centro de la ciudad, como una enorme trama de calles subterráneas, con tiendas y servicios de toda clase, que sustituye a las heladas aceras de la superficie durante el largo invierno del Québec. El complejo Desjardins, que toma el nombre de la caja de ahorros de la región, se convierte con las primeras nieves en el corazón de la urbe.
Pero volvamos al río. La espina dorsal y la matriz que da la vida a la ciudad, sin el que no existiría, y el brazo dulce que rodea la isla en la que se asienta. En la otra orilla, señalado por el reflejo iluminado en la noche de los pocos rascacielos de la ciudad, se encienden las luces del Habitat67 un increíble complejo residencial de arquitecturas imposibles y piezas entrelazadas concebido por Safdie para la Exposición Universal de 1967. Aquel evento, del que aún se conservan piezas como la Biosfera que fue pabellón estadounidense, dio a Montréal el primer empujón hacia la modernidad, pero el paso definitivo fueron –sin duda- los Juegos Olímpicos de 1976, cuyo futurista estadio, hijo de aquel tiempo en que los cócteles de utopía mezclaban el exceso tecnológico con el mal gusto, es hoy un icono de la ciudad, que utiliza el equipo de fútbol local para sus partidos en el frio invierno canadiense, aprovechando su cubierta.
Aunque ni siquiera alberga el gobierno de su provincia, Montréal es uno de los grandes focos culturales de América. Sus arquitecturas, como la colorida fachada del Palacio de Congresos nos lo anticipan tanto como la colección de su Museo de Bellas Artes, pero es en la Place des Arts, un complejo que sigue la estela del Lincoln Center neoyorquino, donde se vive con más intensidad la vida artística, entre su teatro de la ópera, su museo de arte contemporáneo y sus salas de espectáculos, en el corazón del Quartier des Spectacles, el segundo más lucrativo del continente gracias a sus festivales e infinitos eventos. Allí no solo el ballet o la orquesta sinfónica de la ciudad amenizan las noches. En verano, especialmente, lo hacen los niños entre el juego de luces y agua de la plaza de los Festivales. Y de tanto en tanto, claro, es la reina de Québec, Céline Dion, quien presenta allí sus obras.
De vuelta a la tranquilidad de la noche, la place d’Armes nos saluda, entre las sombras. Solo algunos focos iluminan el monumento a Maissoneuve, el fundador de la ciudad, que se confunde entre la bella iluminación de la gran basílica a sus espaldas, como si sintiera el peso de hacer de contraste espiritual a la catedral material de la histórica sede del Banco de Montréal, el primero del país, que recuerda a la sede londinense del banco emisor británico. Los primeros rascacielos de la ciudad, como el precioso Aldred, finalizado el mismo año que el Empire State Building y sospechosamente parecido, confirman que hace tiempo que la batalla la ganó el banco.
Bajamos por la rue Saint-Sulpice –el nombre lo dice todo- camino del río. La curiosa y antigua fachada verde de Le Pétit Dep, una de las cafeterías con más personalidad de la ciudad, nos invita a pararnos. El paseo por la calle adoquinada nos conduce al San Lorenzo acompañados de ese ruido romántico del tráfico lento en las calles antiguas. Pero no nos despedimos de Montréal. Como en la canción de Charlebois, le decimos que volveremos para casarnos con el invierno.