El interior del Estado de Nueva York es para un europeo casi como el Far West, alejado de nuestro lado del mundo, apartado de cualquier ruta turística y totalmente desconocido, solo familiar por las referencias en alguna película los burócratas de Albany, la capital estatal, o a ciudades como Siracusa, donde se celebra la renombrada Feria estatal, que a nosotros nos evoca irremediablemente más a Sicilia que a Norteamérica. Más allá de la curiosidad y del recordatorio constante de que la familia Simpson vive una ficción muy realista, no hay nada al norte del Bronx que merezca casi una decena de horas de viaje… Nada, salvo una cosa: las cataratas del río Niágara, uno de los más impresionantes espectáculos naturales del planeta.
Salvo que viajemos en helicóptero desde Manhattan, algo mucho más abordable de lo que puede parecer, el viaje hasta las cataratas desde Europa –al menos, por el lado americano- empezará en el desvencijado aeropuerto de LaGuardia de Nueva York en un minúsculo avión regional que nos conduce hasta Búfalo, la segunda mayor ciudad del Estado. Esta urbe, con una población equivalente a Bilbao pero ignota para nosotros, destaca por su bello skyline que reluce sobre el anaranjado atardecer del Oeste neoyorquino, y en el que reina su magnífico ayuntamiento, una joya de la arquitectura art-déco de proporciones descomunales.
Dejando atrás Búfalo y siguiendo la costa del lago Erie, que separa Estados Unidos y Canadá, el viaje por carretera es breve hasta Niagara Falls, las dos ciudades gemelas del mismo nombre a ambos lados de la frontera, a caballo entre Nueva York y Ontario, separadas por el río y unidas por sus cataratas. Antes de seguir hay que decir que el Niágara no es un río. No uno al uso, al menos. Se trata de una parte breve del gigante sistema hidrológico de los Grandes Lagos, a veces considerados como un mar de agua dulce por su tamaño continental, y que están conectados tanto con la bahía de Hudson como con el océano Atlántico a través del río San Lorenzo, que desemboca en Québec. El Niágara es, en definitiva, un pequeño canal que conecta dos de los lagos, el Erie y el Ontario, de algo menos de sesenta kilómetros, pero con un impresionante caudal que multiplica por doce al del Sena a su paso por París. Eso explica el hipnótico espectáculo de las tres cataratas, por las que caen millones de litros a cada segundo
La visita a las cataratas hay que empezarla por el lado estadounidense, sobre las isla de la Cabra (Goat Island), que, a diferencia del lado canadiense, es un paraje natural protegido aunque dé más la imagen de parque público. Desde el extremo de la isla llamado Terrapin Point es donde mejor se aprecia lo que nos espera. Las toneladas de agua fría vertiéndose medio centenar de metros hacia abajo a gran velocidad que salpican incluso a los que se alejan decenas de metros de la orilla forman la catarata de la Herradura (Horseshoe Falls), conocida también como Canadiense por estar casi íntegramente del lado norte de la frontera que marca el río. Los setecientos metros de la catarata, solo parcialmente apreciables por la neblina que se crea de forma permanente ante tal cantidad de agua chocando la roca, construyen un muro blanco infinito en constante movimiento. No hay nada más que hacer que apoyarse en la barandilla y ver, oler y sentir el agua fluyendo.
Puede que ante el esplendor de las Horseshoe, todo lo demás nos sepa a poco. Pero hay que seguir hasta las cataratas Americanas, mucho más ligeras aunque rocosas y con un innegable poder letárgico. Los pequeños puentes peatonales que unen la isla de la Cabra con la ínfina isla Luna nos acercan al río cuando todavía está calmado y solo empieza a apreciarse cómo tímidamente gana velocidad y fuerza, para desembocar en la bella y escondida catarata del Velo de Novia –el nombre lo dice todo-, por un lado, y en la enorme catarata Americana por el otro. Los rápidos que se disfrutan sobre la isla Verde (Green Island) parecen nada al lado del golpear del agua contra las rocas del lado americano del lecho bajo del río.
Aunque sea el más natural de los dos márgenes, el entretenimiento en el lado estadounidense no se limita a contemplar el agua cayendo, aunque solo eso baste para justificar el viaje. Además del casinos de estilo Las Vegas y los hoteles y tiendas que pueblan la ciudad, alrededor de las cataratas hay todo un mundo de atracciones: la popular Maid of the Mist–los barcos que parten desde ambos lados de la frontera hasta posarse en las remolinadas aguas bajo las cataratas-, la torre de observación con espléndidas vistas de las tres cataratas y las pasarelas de madera dispuestas en la parte más baja junto al agua como las de Cave of the Winds.
Agotados los planes del lado neoyorquino del Niagara, nos disponemos a cruzar a pie o en coche el Rainbow Bridge –que recibe este nombre por los bellos arcoíris que casi permanentemente se aprecian desde su plataforma cuando los rayos del Sol cruzan la neblina de las cataratas-. Como europeos acostumbrados a las virtudes del Acuerdo de Schengen, asistimos con curiosidad a las colas para cruzar una verdadera frontera, con exhaustivo control de pasaportes y las preguntas de rigor –además de un curioso Duty Free– en una zona tan transitada y entre dos ciudades gemelas, aunque los agentes bilingües del lado canadiense se tomen su trabajo con menos sobriedad y exigencia que sus colegas fuertemente armados del lado americano.
Ahora sí, Welcome to fabulous Niagara Falls! Un amigo me dijo una vez que el Niagara Falls de Ontario es el equivalente canadiense a Las Vegas y no se equivocaba. Una sucesión de hoteles de lujo –en el sentido norteamericano del término, no se vayan a pensar-, de restaurantes y salones de juegos, con carteles luminosos de todas las formas y colores nos saluda deslumbrándonos con sus neones. No sé si Las Vegas, pero quizás sí un algo más decadente Reno nos acaba de acoger en su apogeo ochentero.
Que no os engañe mi frívola descripción del lado canadiense de las Cataratas del Niágara. Aquí hemos venido a disfrutar del espectáculo natural y el curioso acompañamiento no lo desmerece, sino que lo adereza de otro espectáculo distinto: el del american way of life en estado puro. Por eso en mis visitas a Niagara Falls he seguido el mismo ritual, trabajado en un arduo ejercicio de seleccionar la mejor habitación de hotel y la mejor mesa de restaurante, considerando que aquí mejor no es el superlativo de buena calidad, sino de buenas vistas de las cataratas.
Mi experiencia y mis facultades de geógrafo señalan al Sheraton on the Falls como el lugar donde dormir, por lo que no os recomendaré otro, siempre teniendo la cautela de reservar una de las suites de las plantas altas con vistas a las dos cataratas. A pesar de no ser el hotel más cercano a las más llamativas Horseshoe, es el único desde el que se aprecian los juegos de luces que cada noche se proyectan sobre las cataratas a la vez que se lanzan fuegos artificiales desde el lado americano.
Siguiendo la misma máxima, el restaurante Massimo’s, en una de las plantas altas del hotel, es posiblemente el mejor sitio para cenar en la ciudad, pese a servir una cocina impresentable para decirse el mejor restaurante italiano de Canadá. Es una lástima que por la noche no se aprecien las vistas que sí podremos disfrutar durante el día desde el sencillo Queen Victoria Place, en una agradable casa de estilo victoriano junto al río, quizás antes o después de haber visitado, a pocos pasos de allí, la gran atracción del lado canadiense: la Journey behind the Falls, donde el descenso en ascensor y luego en escaleras nos conducirá hasta un balcón al pie de la enorme Horseshoe, primero, y luego el a un túnel excavado en la roca para abrir una ventana tras la catarata.
La experiencia sensorial del rumor ensordecedor del agua cayendo delante de ti merece acabar mojado hasta el tuétano a pesar del denigrante chubasquero de plástico amarillo que –confieso que por mera vanidad- me niego a usar a pesar de la evidencia de lo inexcusable del chaparrón. Pero quizás la ducha de agua helada del Niagara debiera formar parte de la experiencia de este lugar, uno de esos pocos del mundo donde todo el mundo, hasta los locales, son boquiabiertos turistas. Antes de marchar, camino de Toronto –la metrópolis del Canadá anglófono apenas dista una hora de allí-, y previo un alto en el camino en Niagara-on-the-Lake, un bello y tranquilo pueblo de elegantes casas y jardines en la costa del lago Ontario, hay que girar por última vez la mirada hacia el arcoíris de las cataratas y respirar hondo para sentir la magia de la naturaleza hasta entre las luces de neón.