La crisis económica ha hecho que los españoles despierten de muchos sueños colectivos reconvertidos en pesadillas: desde las expos fantasmas a los mamotretos de arquitectos de relumbrón, en dos décadas de vacas gordas en un país embebido en una ola de urbanización sin límites y pingües beneficios para la hacienda pública que habían convertido a España en una suerte de escaparate del despilfarro que –hay que reconocerlo- impresionaba constantemente al mundo por sus obras mastodónticas y sus cifras megalomaníacas. Al despertar nos hemos encontrado lo más variopinto; complejos circenses sin artistas, pistas de esquí sin nieve, un puñado de aeropuertos sin viajeros, autovías sin automovilistas y unas cuantas decenas de miles de kilómetros cuadrados de calles sin edificios… Pero del más caro de todos los sueños no hemos despertado: la alta velocidad ferroviaria sigue siendo uno de los pocos lugares de encuentro de la política y la sociedad española, en la que parece que todo el mundo esté de acuerdo. El AVE es casi algo patrio, folclórico, identitario… incriticable.
Veinticinco años y cuarenta mil millones de euros después (el doble que el rescate a Bankia) de la primera traviesa colocada por Felipe González, España es el segundo país del mundo con más kilómetros de líneas de alta velocidad, tras China, a pesar de estar treinta puestos por debajo del gigante asiático en población y nada menos que cincuenta en superficie. La famosa ardilla española podría hoy –casi- cruzar España de poste en poste de la catenaria del AVE, eso sí, pasando siempre por Madrid. Y las inversiones continúan en –casi- todas partes, el año próximo ciudades de la talla de Palencia y Zamora podrán añadirse a la selecta lista de urbes mundiales con estación de alta velocidad, en la que hasta hace un par de lustros aparecían solo Tokio, París y poco más. Nadie está dispuesto a renunciar al AVE, que se nos ha machacado que es sinónimo de progreso, a pesar de que la demanda real no justifique unas inversiones milmillonarias que quedarán infrautilizadas, o a pesar de que para muchas de las líneas propuestas haya alternativas de transporte más eficientes –e incluso más rápidas-, que ya existen, y que en vez de costar dinero podrían dar beneficios al erario público. Incluso a pesar de que, como se ha comprobado, el AVE supone para las ciudades pequeñas un efecto de satelización, volviéndolas más dependientes de las grandes metrópolis.
Por mucho que digan los números de Adif, la demanda de transporte no se puede inducir; o existe o no existe, y construir una línea de alta velocidad no va a convertir Palencia en un polo científico ni Cáceres en un centro industrial. Al contrario, si las inmensas cantidades de dinero que se han despilfarrado en el AVE ‘a todas partes’ se hubiesen focalizado en incentivar el desarrollo, las pequeñas ciudades no tendrían un AVE que las convierte en periferia de Madrid, pero sí un motivo para viajar hasta ellas. Pero claro, eso no se vende tan fácil. Hace unos meses propuse en Twitter suspender las obras del AVE a Asturias e invertir ese dinero en una extensión del CNIO (el centro español líder mundial en investigaciones del cáncer) en Gijón; es decir, quitarles en AVE, pero darles una opción de progreso que, quién sabe, haría que en el futuro el tren tuviese demanda. Huelga decir que aún me pitan los oídos y no de los halagos…
No importa si es problema de planificación –no quiero ser malpensado, pero el hecho de que quienes redacten los planes de infraestructuras sean los mismos que redactan los proyectos de obra inspira desconfianza- o de política de transportes, porque lo innegable es que el desarrollo de la alta velocidad es un problema que nadie se atreve a solventar. En este lado de los Pirineos nos hemos hecho demasiado habituales de invertir la toma de decisiones en el urbanismo o en las infraestructuras; en vez de diagnosticar necesidades y aportar soluciones, lo que queremos es justificar las decisiones que sí o sí deben ejecutarse, y claro, está, eso sale caro.
El AVE a ‘todas las capitales de provincia’ –aún recuerdo los carteles que exigían en Teruel que la línea Madrid-Valencia parase a palmo y medio del torico– que se repetía machaconamente en tiempos de Aznar primero y de Zapatero después está en marcha, materializando una visión radial e irreal de España, que no sólo lo convierte en un caro juguete sin utilidad real, sino que también lo perpetua como una gran oportunidad perdida; porque que de Palencia, Zamora o Cáceres se pueda ir en AVE a Madrid tiene un coste de oportunidad. Si al principio del artículo decía que las inversiones llegan –casi- a todas partes, ese adverbio no es casual. No llegan donde más necesarias son, donde están más que justificadas. Los planificadores del ferrocarril han ignorado, cuando no menospreciado, la geografía, condenando a las regiones más exportadoras y a los puertos más dinámicos a no tener una conexión ferroviaria con el continente europeo.
Los geógrafos de todo el mundo –y aprovecho para reivindicar nuestro papel imprescindible en la planificación del transporte- hace años que hablamos de una ‘banana dorada’ (o arco mediterráneo) como una de las megalópolis mundiales con más potencial. Un espacio geográfico que en España lidera amplísimamente las exportaciones y el tráfico de mercancías. El arco mediterráneo, el eje que desde Venecia y Lyon alcanza el sur de España pasando por Milán, Génova, Marsella, Barcelona o Valencia, vertebrado por un gran corredor ferroviario, encuentra, en su parte española, un desierto de vías condenado al ancho ibérico, encareciendo el transporte y reduciendo la competitividad de las regiones españolas cuyo superávit fiscal sostiene al conjunto del Estado. Pero mientras los coches de la Ford se acumulan en Almussafes, no se preocupe, podrá usted viajar a Palencia en AVE, tardará ¡10 minutos menos! que en el tren convencional y solo pagará el doble.