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Víctor Soriano

Reinterpretando el mapa

El orangután de mi habitación

La televisión británica ha cancelado un anuncio que denunciaba la destrucción de los bosques de Madagascar y otros lugares para realizar plantaciones masivas de palma, de la que extraer el aceite aue utilizamos en la industria. Ese producto destruye la biodiversidad y hace desaparecer algunos de los ecosistemas mejor conservados de la Tierra. 

Hace pocos días, el pueblo brasileño eligió como presidente a un radical, al que hemos afeado con razón su machismo y su homofobia, pero nadie ha advertido todavía que entre sus planes está vender lo que queda de la Amazonía -la mayor reserva forestal del planeta- al mejor postor, seguramente con más interés personal que nacional. 

Al mismo tiempo, las veinticinco naciones del Consejo encargado de proteger la fauna marina del océano Antártico no eran capaces de alcanzar un acuerdo para evitar la sobreexplotación pesquera y de los recursos minerales en la región virgen más grande del mundo. La oposición de Noruega -país que todavía caza ballenas-, así como de China y Rusia, los autores de los más graves ecocidios de la historia, lo hicieron imposible.

El ‘spot’ británico introducía un orangután en la habitación de una niña, que iba rompiendo todo a su paso. Es una metáfora de lo que los humanos hacemos con su ecosistema, hasta el punto de llevar a su especie al borde de la desaparición. Y lo hemos hecho en Madagascar, en África, en el Sudeste de Asia, en América del Sur… y en cada lugar de la Tierra.

Después del surgimiento de la conciencia ecológica y de la implantación de la idea de desarrollo sostenible, entre el informe Bruntdland y la Cumbre de Río de Janeiro, hemos cambiado más en la retórica que en la práctica. Estas últimas semanas son un buen ejemplo de cómo todos los pasos que hemos dado hacia adelante pueden, también, revertirse. 

Mientras el gobierno de Estados Unidos anunciaba su retirada del acuerdo de París, las navieras planeaban acortar sus rutas entre el Atlántico y el Pacífico cambiando el canal de Panamá por el paso del Ártico, aprovechando el deshielo que es consecuencia directa del calentamiento atmosférico. La danesa Maersk, desde sus oficinas en el puerto de Copenhague (capital verde europea de 2014), lo anunció a mediados de año. 

Es triste e inquietante que sigamos viendo oportunidades en cada catástrofe ambiental: que en Brasilia vean en la Amazonía madera para explotar; que en Oslo la protección de los océanos no pueda ganar a la carne de ballena; que en Moscú, Pekín y Washington, el ansia de poder supere a la necesidad de conservar el único lugar que tenemos para vivir. Y que la voz de Bruselas, y sus buenas intenciones, nunca se materialicen por los temores y la falta de influencia.

En 1959, doce países (ahora ya son cincuenta y tres) acordaron en el Tratado Antártico convertir el único continente no colonizado por los seres humanos en una reserva universal para la ciencia y el medio ambiente, incluso suspendiendo las reclamaciones territoriales de quienes se creían legitimados a extender su soberanía a aquellas tierras. 

La solución de la Antártida, tan remota y previa a la conciencia ambiental de la que hoy hacemos gala, debería inspirarnos para tomar medidas decisivas en matería de preservación -y no solo protección- de los grandes espacios naturales de la Tierra que aún conservamos. 

Se trata de proteger el Ártico de una forma más efectiva que con el derecho del mar, sacándolo de la simple voluntad extractiva de los gobiernos ribereños; de evitar que los océanos polares se conviertan en el último escenario de la pesca masiva y la extracción de recursos; también de mantener la Amazonía y los demás grandes bosques y selvas que, en Canadá, en el Congo, en Indonesia… y en tantos otros lugares, son los últimos reservorios de biodiversidad del planeta. 

Si todos nos indignamos ante el incendio de un museo brasileño -y culpamos contundentemente la incapacidad de gestión de sus gobernantes- porque conservaba bienes de la humanidad, más allá del título de propiedad, hemos de hacer lo propio con los valores ambientales, cuya importancia sobrepasa a la soberanía de los estados y a los intereses cortoplacistas, incapaces de apreciar las oportunidades económicas en un desarrollo sostenible, que no ven que el pan de la destrucción de la riqueza ambiental es transitorio, pero el hambre de las consecuencias es para siempre. 

¡Un orangután para cada habitación, por favor!

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Sobre el autor

Víctor Soriano i Piqueras es abogado y profesor de Derecho Administrativo. Tras graduarse en Derecho y en Geografía y Medio Ambiente realizó un máster en Derecho Ambiental en la Universidad 'Tor Vergata' de Roma, además de otros estudios de postgrado, y ha publicado, entre otros, el libro "La huerta de Valencia: un paisaje menguante".


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