Me tomé con él unas cañas un mediodía de esos de calor valenciano. Ya hace años. No sé por qué recuerdo aquello, pero el caso es que todavía conservo aquella mesa y sillas de madera. Lo del lugar y dónde ya me queda muy lejos. Había sido víctima de una intoxicación alimentaria que hace cerca de cuatro años ocupó hueco en alguna que otra portada de la prensa valenciana. El hombre estaba indignado. Hablamos un rato. Aparte de este tema me contó algo de un proyecto que quería poner en marcha. Algo de una revista, creo. El caso es que llevaba un cabreo de los que hacen historia. Se había pasado casi dos semanas postrado en la cama de un hospital. Vómitos, fiebre, dolores abdominales… Y, al salir del Clínico, el hombre se tiró un mes y medio de baja. Vaya, que estaba jodido aquel día que quedamos. Pero lo que más le molestaba era la tomadura de pelo que estaba viviendo. Después de aquello, nadie se hacía responsable de la indemnización. La empresa donde compró el producto y la distribuidora se pasaban el ‘marroncito’ y él, en medio, como un pasmarote. Son estas cosas que terminan hinchándote. Y no precisamente las venas del cuello. El acto de conciliación previo no dio resultado. Y eso que rebajó sus peticiones económicas. Quería que contáramos su historia. Y así lo hicimos. Después, cada cierto tiempo me llamaba…Rallo, que todavía no sé cuándo será el juicio, que ahora me lo han retrasado, que te aviso, que no te preocupes… Lo típico entre quien tiene una historia y el que quiere contarla. El tío no se cansó de luchar y llevó a la empresa a los tribunales. El tiempo pasó y el teléfono también dejó de sonar. Hace un par de meses, un juzgado le daba la razón. Cobraría 9.500 euros por todo lo que había sufrido hace cuatro años. El hombre había fallecido. Su lucha, al final, tuvo premio.