“Hay días que mi cuerpo es una caja sin fondo,
tengo miedo a quedarme vacío,
y que ya no tenga nada,
dentro de la cabeza”
La caja sin fondo, Ciudadano López (1997)
La primera vez que traspasé sus puertas (que si no ando errado, siguen siendo las que continúan guardando su entrada hoy en día), fue, apenas, unos días antes de su inauguración. Por aquel entonces, servidor compaginaba trabajo y estudios. Por las tardes, tratando de sacarse el título de periodista; el resto del día (en el sentido literal de la expresión), participando en aquel ilusionante proyecto de revista musical valenciano llamado On The Rocks, en el que tuvo la inmensa suerte de compartir redacción con la mayoría de las más solventes plumas del género en estas tierras.
Preparábamos (del tema gráfico se encargaba, como no, ese incansable retratista de almas sonoras, Liberto Peiró) una pieza sobre la inminente inauguración de una nueva sala de conciertos en una ciudad que, por aquellos años, parecía comenzar a vivir una nueva regeneración musical, con innumerables y jóvenes bandas e incontables locales. En Campoamor, 52, en la zona de la Plaza del Cedro, nos recibió uno de los tipos más batalladores de la escena cultural con que servidor se ha topado. Contundente y directo, Alberto Sanchis, quien se encargaría de dirigir los destinos de aquel lugar durante un lustro, comenzó a detallarnos sus objetivos: quería convertir ese espacio, casi diáfano, no tan sólo en una sala de conciertos, sino en un punto de reunión de creadores; se había propuesto, además de potenciar aquello del decibelio, dar cabida a exposiciones, charlas, y todo aquello que pudiera contribuir a que aquella escena provinciana levantara cabeza.
Sonora Café-Concierto abría sus puertas, oficialmente, el 6 de octubre de 1995. En una sesión maratoniana y asfixiante, aquella superbanda a la valenciana llamada Océano Electric Band, capitaneada por nuestro Joe Cocker particular, Paco Luna, además de una de las formaciones más prometedoras por aquel entonces, The Flauters, se marcaron varias horas de buenas vibraciones y despiporre escénico. Desde aquel día, casi todo vino rodado. Sonora se convirtió, efectivamente, en uno de los puntos de reunión de aquella movida. Allí se daban cita, tanto acólitos como detractores de la malograda Explosión Naranja, tanto fieles de las teorías de Subterráneo Récords, como viejas glorias de nuestra música, verdaderos tahúres del digno juego de los dardos o, simplemente, descreídos de cualquier fe o corriente cultural. Algunos saben que, lo mejor, solía suceder cuando las persianas de Sonora caían mecidas por un sonido que significaba que la madrugada no había hecho más que comenzar. No obstante, el resto del día (el local abrió, durante algunos años, desde primera hora de la tarde), por aquel espacio, coronado por aquellas pintorescas lonas ondeantes, el cerebro del propio Alberto y aquellas estanterías pasaban a convertirse en un espacio inmenso, casi inabarcable, donde cualquiera que pasara por allí con alguna propuesta interesante era bienvenido.
En poco tiempo, como prometía aquel menudo gerente, apasionado de las muñequeras de cuero, Sonora también comenzó a albergar, además de conciertos, charlas sobre todo aquello que se cocía en el mundillo rítmico autóctono, pero, sobre todo, devino intermediaria, sin ir más lejos, entre los propios creadores, o entre artistas y periodistas. Personalmente, y sin ir más lejos, admito que aquel lugar llegó a convertirse en una especie de segundo centro de trabajo, y aquellas paredes fueron testigo de docenas de entrevistas a otras tantas promesas del pop y el rock valenciano. En aquellos años en los que aquello de las redes sociales e Internet apenas sonaba a nadie, muchas eran las bandas noveles que, además de para intentar colar cabeza en la programación de Sonora, aprovechaban para dejar algunas maquetas que, el propio Alberto, incansable, y cuando consideraba que aquello valía la pena, se encargaba de repartir y recomendar a propios y extraños. Su “estos tíos prometen” todavía retumba en los cerebros de algunos de nosotros. Sanchis quería ir más allá de la mera gestión. Quería poner su granito de arena en la dinamización de un proyecto global (de hecho, sigue en ello, ahora a través de las redes sociales insistiendo sobre lo que considera que puede interesarnos). Uno de los primeros conciertos que siguieron a aquella sesión inaugural fue, precisamente, el de uno de los artistas más admirados por Alberto, Julio Galcerá y Mala Seguida. A partir de ahí, y en los siguientes años, por el escenario de Campoamor, 52 desfiló lo más granado de nuestra escena. En la mayoría de los casos se trataba de formaciones integradas por imberbes músicos que, poco tiempo después, se convertirían en importantes referencias (al menos, locales).
Pero la vida da muchas vueltas, y el caso es que, cinco años después de su apertura, aquel local mudó su piel, y Sonora Café Concierto se convirtió en Wah-Wah. La nueva etapa de aquel espacio, que para algunos ya se había convertido en mítico, se presentaba ilusionante para todos aquellos que sabían del bagaje del equipo capitaneado por José Casas y Ramón D. Martínez. Ambos habían demostrado, con creces, su pasión por la música. El primero había regentado una de sus criaturas más queridas, el club Revolver, en el corazón de El Carme, otra de las paradas obligatorias en la ruta de los noctámbulos rocanroleros, además de comandar Barraca Bar, y ejercer de promotor y hacer que algunas referencias independientes foráneas pisaran suelo valenciano. El segundo lideró uno de los fanzines más recordados por estas lindes, aquel inolvidable Wah-Wah que acabó dando nombre al nuevo proyecto que pasaba a dirigir una pareja que ya compartió experiencia, durante algún tiempo, al timón de otro de los malogrados suelos santos musicales, Garage.
Los nuevos capitanes se pusieron manos a la obra, y decidieron cambiar completamente, en diversas fases, el aspecto del templo de Campoamor, que volvió a vestirse de largo un 24 de noviembre de 2000. Aquel día, Wah-Wah Club se llenaba de viejos conocidos y jóvenes apasionados del ritmo. Doctor Divago se encargaban de rebautizar un escenario ya de sobra conocido. Un escenario sobre el que, curiosamente, la banda de Manolo Bertrán presentará en Valencia su décimo disco, Imperio, y comenzará a preparar los actos de celebración de sus 25 años de existencia (será el próximo 7 de diciembre). A los Divago les siguieron, en aquellas últimas semanas del año 2000, otros conjuntos de la tierra: Ciudadano, Serie B… Algunos de ellos, efectivamente, se habían presentado en sociedad, por primera vez, en aquel mismo lugar, aunque algunos años atrás.
En apenas unos meses, Wah-Wah Club, tal vez inspirado por las cenizas de Sonora, se convirtió en un local de moda, y el número 52 revivió aquella época de glamour y efervescencia del recordado café-concierto. En unos años, la sala entró definitivamente en el circuito de espacios para conciertos más reconocidos de todo el Estado, y en sus programaciones mensuales comenzaron a aparecer nombres de indudable relumbrón. Hoy en día, 13 años después, y tras 1.300 bolos, José Casas, actual espíritu y guía de Wah-Wah (le acompaña Vicente Martínez), puede presumir de haber visto desde lo alto de la cabina desde donde sigue comandando algunas de las sesiones de pinchadiscos, a la práctica totalidad de la fauna musical ibérica independiente, y a algunas de las referencias foráneas más selectas de la última década.
Así hasta este fin de semana, cuando la familia del local del Cedro cumple su décimo tercer aniversario. Una efeméride que ha decidido celebrar con dos días, efectivamente, de directos. El jolgorio comenzará este viernes, día 22, con el concurso, bajo el cartel de “no hay billetes”, de L.A., para muchos referencia de la independencia hispana, e incluso venerados por otros tantos tras la publicación de su Dualize (Dreamville/Marxophone). Seguirá y concluirá el sábado, 23, con los vascos McEnroe, todavía a vueltas con sus Las orillas (Subterfuge), a los que acompañarán los valencianos Sphenicidae, apasionados de la esencia melancólica.
Sí. Lo sé. Hay vida más allá del binomio Sonora–Wah-Wah. De hecho, otro clásico, el templo de la música negra en la capital valenciana, Black Note, anda, precisamente estas semanas, celebrando sus dos décadas de vida. Porque Valencia ha estado repleta de míticos locales desde tiempos inmemoriales. Somos conscientes, porque también los hemos pisado (¡y tanto!). Y de muy buena gente que se ha encargado de capitanear sus rumbos (sí, y de verdaderos tugurios, y sujetos de reconocido malaje). Pero tan sólo se trataba de que nos permitieran un par de licencias, y nos dejaran echar un vistazo, aunque sea de espaldas y con el rabillo del ojo, a dos décadas de historia cultural y musical de esta ciudad, aprovechando que nuestro Wah-Wah celebra su décimo tercer aniversario… O mejor dicho, que nuestro querido local de Campoamor, 54 ya nos ha regalado 18 años de acordes, de más buenos, afortunadamente, que malos rollos, y de verdaderos momentos de libertad. ¡Salud!
Ah, y recuerden que vale la pena consumir cultura y, si es cercana y de calidad, mejor que mejor. Por regla general, no se arrepentirán. Mientras optan por hacerlo, hagan el favor de tener en cuenta otras citas molonas para este fin de semana:
-Este viernes, día 22, la edición valenciana de la publicación musical Mondo Sonoro, capitaneada por (sí, el mismo) Liberto Peiró, está de fiesta en el Loco Club. Actuarán Anaut y los valencianos Black Velvet Combo, a base de buen R&B, soul y blues.
– Un día más tarde, el sábado 23, en Matisse, el FESTUR (Festival Pop-Rock del Turia) reúne a Modern Slaves, la formación de altura integrada por los grandes de nuestra música José Luis Macías y Salva Ortiz, en compañía de Marion Küchenmeister; Marredo & Montag, el proyecto de nada más y nada menos que Remi Carreres y Jorge Marredo, y Le Garçon Rêvé, la nueva aventura de dos de los pilares indiscutibles de Megaphone ou la Mort: John Martínez y Diego Summo.
-Finalmente, el domingo, 24, en la Fnac, Diego García más conocido como El Twanguero, presenta su nuevo disco, Argentina songbook (Warner), en tierras valencianas (mira, una recomendación insistente del bueno de Alberto Sanchis), precisamente, las que le vieron nacer unos años antes de convertirse en uno de nuestros guitarristas más internacionales. García, por si alguien no lo sabe, ha recorrido medio mundo, y prestado sus acordes a temas de Calamaro, Auserón, Bunbury, Fito Páez, Jaime Urrutia o Diego El Cigala. Pregunten por él en Corrientes. Ya verán.
Ah, y por cierto, la familia de Los Radiadores acaba de estrenar vídeo-clip del tema No me achantaré, incluido en su disco Manual de supervivencia (Bonavena música 2013). La realización es de Sergio Gimeno, y, el final, explosivo.