Soy intolerante ante la actitud de los fumadores maleducados. Intransigente. Lo pregono y hago gala de ello. Me dan asco, directamente.
El verano redobla mi visceralidad contra el fumador irrespetuoso. Aplaudí la ley antitabaco de Zapatero y lamenté que no fuera más allá con sanciones ejemplarizantes para aquellos que se dedican a fastidiar al prójimo.
La playa da asco. La costa es un estercolero de colillas tiradas por toda la arena. Muy pocos son lo que apagan sus cigarros y guardan sus desperdicios para después echarlos a un cubo de basura.
Los miro con desprecio. Con mucho desprecio. Y no distingo.
Lamento que mis hijos tengan que hacer sus castillos de arena cargando colillas del guarro/a que tengo a mi lado.
Igual que el que tira la colilla sobre la acera. O el maleducado que decide vaciar el cenicero de su vehículo junto a cualquier bordillo.
Odio con todas mis fuerzas a aquel que apura su cigarro en la parada del autobús y perturba la paz del resto de viajeros echando su apestoso humo dentro del habitáculo del servicio público.
E insultaría sin piedad al que fuma en el ascensor para apestar al vecino sin caer en la cuenta de que puede llevar niños o no. Los tengo fichados: uno en el sexto y otro en el quinto.
Afortunadamente, ya no salgo de los restaurantes y locales de ocio con olor a humo ni siento náuseas al ver a alguien tirar la ceniza o apagar la colilla en el poso de algún café o sobre la cima de una patata brava. ¡Qué asco!
Subiría el precio de la cajetilla hasta límites insospechados. Y sobre los tratamientos médicos se advierte en el envoltorio: fumar mata. El impuesto del vicio ya sirve para pagar y gastar millones y millones de euros en limpiezas de playa y aceras.
Dos colillas se llevaron por delante este verano un buen cacho del Pirineo catalán. A ambos fumadores los tendría plantando pinos el resto de sus días. Ya ven, yo soy así.
No me meto con los fumadores. Cada uno con su vida puede hacer lo que quiera. Son libres de manchar sus dientes, de ennegrecer sus encías, de convertir sus pulmones en hollín, de que su bigote amarillee con un aspecto repugnate e incluso de flirtear con esa ruleta rusa de varios tipos de cáncer. Tolero que huela su ropa, su aliento y sus dedos. Cada uno que se ambiente como quiera.
Tampoco me meto con los que apestan su coche ni con los que deciden culminar su momento de placer con el cigarrito de rigor moleste o no a la pareja. Ni cuestiono a la embarazada que es incapaz de respetar a su bebé. El fumador educado tiene mi consideración.
Pero impodría medidas ejemplarizantes como limpiar playas enteras, barrer aceras y reforestar montes. Todo ello acompañado de la correspondiente sanción económica para que vean que fumar cuesta dinero.
Tengo pocas esperanzas. No es un secreto que en dependencias institucionales se fuma clandestinamente, bien sea en patios interiores o en despachos cerrados. Les Corts o el Palau de la Generalitat son un ejemplo. Y conozco al responsable de más de un centro de salud que pasa consulta con el Ducados escondido en el cajón y no pasa nada.
Que ustedes se lo fumen a gusto