Mi hijo va a cumplir cinco años. Hace unos meses, mientras lo llevaba al colegio, pasamos por la residencia de ancianos. Allí, dos mayores con una silla de ruedas como chasis rumiaban su vida a través de una valla metálica sin memoria por el Alzheimer o esperando la visita de hijos y nietos que hoy tampoco vendrán. Mi chaval los miró, me tiró de la mano y me preguntó: “Papi, ¿eso es el cielo?”. Me dejó sin respuesta. Hoy, en ese cielo, que en el colegio (concertado) de curas donde estudié siempre me lo vendieron como el Paraíso, no hay dinero para pagar a los ángeles desplumados que cuidan a los internos; a San Pedro, que lo habían dejado de portero en la entrada, un ERE se lo llevó por delante con 20 días y a merced del Fogasa; la trompetas dejaron de sonar y las gasas y pañales se sirven a cuentagotas mientras a los pacientes ya no les devuelven la dignidad con toallitas perfumadas de doble capa sino con papel de estraza. Y todo por culpa de verbenas millonarias y frenesí dilapidador con mucho jiji y demasiado jaja. Una mala gestión del Consell ha provocado que en ese cielo que vio mi hijo ya no cobre ni Dios. Yo, que formé una familia en pleno boom del ladrillo, ya me he comprado un loft con vistas al infierno.